Las colonias descontroladas de gatos callejeros son un problema en muchas ciudades. De felinos y otros animales, que nos molestan porque comen y defecan, qué cosas; también cacarean, maúllan o ladran, peor que una rave o una jauría de hooligans borrachines. Y nuestra respuesta ante esos problemas suele ser a cañonazos. Recordemos el cerco y cacería hace unos años, en plan cuerpo de élite, de las gallinas de Canal Salat, en Ciutadella. En la ciudad inglesa de Bristol decidieron en medio de una gran polémica -en uno de sus barrios residenciales-, instalar una especie de mallas de pinchos metálicos, espinas, sobre las ramas de los árboles: solución extrema y con aspecto de aparato de tortura para que los pájaros no se posaran y lanzaran sus cacas sobre los coches.
El motivo es siempre el mismo: los ayuntamientos deben conciliar las filias y fobias de sus vecinos y no saben muy bien cómo hacerlo, los perdedores casi siempre son ellos, los animales sin domesticar pero que en las poblaciones humanas encuentran su sustento.
Ahora le ha tocado el turno a Ferreries. Una vecina ha sido denunciada por dar de comer pienso a los gatos en la calle, aunque ella alega y especifica que se trata del portal de su garaje. Es igual, de entrada, y pese a las buenas intenciones del Ayuntamiento de replantearse la multa y revisar la ordenanza, la sanción puede costarle 750 euros, no es una broma. En lugar de agradecer el cuidado desinteresado que muchas personas y entidades realizan de los animales, la mayoría de las veces resolviendo un problema que desborda los refugios públicos, se sigue más en la línea de perseguirlas. En este caso Maó ha optado por una solución mejor: esterilizar, desparasitar y dejar vivir tranquilos a los felinos en un recinto controlado, como parte de un programa que prevé crear otros dos espacios más para gatos que, recordemos, también nos evitan tener que convivir con las ratas. Porque arrinconar la naturaleza suele provocar siempre daños colaterales.