Creo que la primera vez que oí la expresión «¡A mí películas!» fue en el año 1975, de boca de don Luis Casasnovas, que era jefe de Estudios del Instituto JM Quadrado. Entendí que lo que estábamos tratando carecía de importancia, que era como una película montada banalmente en torno a la realidad. Eso me lleva a pensar hasta qué punto nos condicionaron las películas que vimos en nuestra juventud. Hablo de un tiempo en que todos teníamos pocos recursos económicos. Algunos fabricantes de calzado habían conseguido un elevado nivel de vida en Menorca, pero los terratenientes aún no habían revalorizado sus tierras a través del turismo y por descontado las películas un poco subidas de tono eran calificadas de «mayores con reparos» en la cartelera de la Acción Católica. Ahora ya debemos de ser «mayores» -sesentones o setentones-, y no sé hasta qué punto tenemos o sentimos «reparos».
De lo que estoy seguro es que los destrozos del tiempo no tienen reparación posible.
Todo esto lo digo porque acabo de ver una imagen de Audrey Hepburn jovencita, lo que hoy en día se llama un icono. Me ha llevado a recordar lo que sentí la primera vez que vi «Desayuno con diamantes» o «Vacaciones en Roma» o «Sabrina» o «Charada» o «My fair lady», películas que eran más populares que «Historia de una monja» o «Sola en la oscuridad». Era yo muy joven, había recibido una educación restrictiva, creía que llegar a ser escritor era algo grande y que los hombres debían de tener el atractivo sosegado de Gregory Peck o el glamour 'maduro' de Cary Grant, por no hablar del estilo más alegre de Paul Newman o más brutal de Anthony Quinn. Ahí se echa de ver que ya éramos víctimas de Hollywood. Creíamos que podíamos vivir en la sociedad edulcorada que nos presentaba Hollywood, que uno podía ser tenido por un buen escritor con un solo libro publicado y vivir a cuerpo de rey junto a una jovencita hermosa y torturada que en lugar de reivindicar los logros de la mujer soñaba con los diamantes de la joyería Tiffany & Co. de Nueva York. Recuerdo que vi «Charada» con mi hermana en el cine del Born de Ciutadella, entonces situado en la plaza del Generalísimo Franco, y que mi hermana me dijo que Cary Grant era un hombre muy distinguido y muy guapo para su edad, lo que debe de estar muy en consonancia con lo que Audrey Hepburn le pregunta constantemente a lo largo de toda la película, que viene a ser si está casado, y con el brillo feliz que adquieren sus ojos cada vez que le dice que no.