Ver a Artur Mas saliendo del Ateneo por la puerta de atrás y con toda una operación preparada para eludir la protesta de dos docenas de personas sin otras armas que voz, silbato, pancartas y un par de banderas, produce perplejidad. Quien ha alentado protestas similares y ha dejado para la historia aquella media sonrisa en el palco de Mestalla al lado del rey Felipe en 2014 mientras se pitaba el himno nacional, ha mostrado una actitud cobarde.
Lo es sobre todo porque dentro de la sala, cuando se le sugirió qué le parecía la protesta, presumió de estar acostumbrado y de haberlas sufrido en pueblos de Cataluña. Presumió de una actitud y mostró la contraria, le desacredita tanto como al que predica y no da trigo.
Las protestas, como las carreteras o las mareas, siempre tienen dos sentidos, uno para el aplauso y otro para el reproche. No quería una foto que, sin embargo, sí tienen otros que, no por la responsabilidad del poder ejercido, sino simplemente por su pensamiento han sufrido el acoso no de dos docenas sino de una masa vociferante y agresiva. Mas, que en los tres últimos años se ha escapado a Menorca más de un fin de semana para evadirse de las citas judiciales disfrutando de la caldereta de langosta, tuvo esta vez una actitud poco coherente.
Su argumentación sobre una idea en la que cree ha de encontrar vías de difusión en todas partes. Eso es democracia, libertad para decir lo que se piensa y hallar el camino para, si la mayoría está de acuerdo, recorrerlo.
Al día siguiente de autos, el juez de la Mata imputaba a los dos partidos de Mas, Convergència y el refundido Pdecat, por el cobro de comisiones ilegales, el célebre tres por ciento. Cualitativamente, el mismo cargo que ha acabado con Rajoy, un apestoso charco de corrupción que el líder catalán intenta despistar navegando sobre la balsa del procés.