Hay muchos jueces en este país que superan la escasez de medios y la acumulación de casos a base de esfuerzo y formación continuada. Dan prestigio a una profesión que, quizás después la de médico, merece el máximo respeto social. Por eso, el lunes pasado casi todos ellos participaron en una huelga que no solo pretendía reclamar las mejoras laborales y de medios que llevan años en el archivo de las promesas, sino protestar por la mala imagen que el Tribunal Supremo y el Consejo General del Poder Judicial han dado al último bastión que se mantenía erguido del sistema democrático en España.
La Constitución determina la forma de designar a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, pero el intento de pacto para que el PP colocara a Manuel Marchena en su presidencia, y por tanto en la del Tribunal Supremo, a cambio de que los socialistas contaran con 11 miembros, dos más que los conservadores, es una auténtica vergüenza que perjudica gravemente el sistema judicial. Esa forma de elección cuestiona de entrada la independencia de los jueces que se pretende nombrar y por eso les afea a ellos mismos. ¿Cómo pueden permitir que se diera por sentada la presidencia de Marchena cuando han de ser los propios magistrados designados lo que elijan al presidente? Al final, el whatsapp del portavoz del PP en el Senado Fernando Cosidó, en el que presumía de que con el pacto se estaría «controlando la Sala Segunda del Supremo desde detrás», y la filtración de su nombramiento ha provocado la renuncia de Marchena, que volverá a la sala que ha de juzgar a los presos independentistas.
El daño de la sentencia del impuesto de las hipotecas y ahora el mercadeo en la renovación del CGPJ ha dejado una herida profunda en la que los partidos, en vísperas del juicio por el 1-O, van a poner sal.
Y los ciudadanos viendo atónitos como aquí el único que dimite es el que no había sido nombrado. ¡Qué país!