Cuando era pequeño creía que los adultos decían siempre la verdad. Los niños, en cambio, podíamos si acaso soltar alguna trola esporádica siempre que no nos pillaran, o al menos que creyéramos que no nos pillaban, cosa bastante improbable por cierto, ya que nuestros progenitores tenían un olfato especial para detectar las mentiras. Supe más tarde que esa capacidad de los adultos se debía a que ellos mismos no siempre decían la verdad y por ende conocían bien los síntomas del falsario.
A estas alturas de mi vida opino que si siento la necesidad de mentir es porque tengo alguna debilidad. Miento a quien temo; bien porque ejerza sobre mí un dominio moral, bien porque tenga sobre mí un poder susceptible de causarme daño material. Miento no solo si me avergüenzo de una acción sino si además me importa la opinión de la persona a quien quiero ocultar mi desliz. No miento a quien no respeto o temo; simplemente le digo: «esto es lo que hay».
Quisiera pensar que los líderes de los cinco partidos en liza me mienten porque me temen o por que me respetan. Lo de que me respetan lo vamos a dar por descartado: noto muy bien como me faltan al respeto demasiado a menudo fantaseando con la idea de que soy un imbécil incurable. ¿Me temen? No me veo muy temible. Lo único que puedo hacer que a sus ojos se considere lesivo para sus intereses es no votarles. Ahora bien, una de las cosas que más me motivan para no votarles es cuando les pillo mintiendo. Y !cielos!, les pillo en renuncio constantemente. Desde primera hora de la mañana, tendido aún en mi lecho, no oigo de su boca a través de la radio otra cosa que patrañas, excusas inverosímiles, acusaciones de ciencia ficción, mentiras mondas y lirondas, medias verdades, escaqueos de lo preguntado con la consabida (y aburridísima) finta ensayada en casa frente al espejo.
Concluyendo la digresión: si no me respetan ni me temen, ¿por qué narices no paran de mentirme? ¿Puede que sean tontos? Me cuesta creerlo. Aunque no sean unos lumbreras, al menos algo de astucia (mucha en los casos de resucitados) han de tener, cuando no inteligencia suficiente como llegar (a veces a codazos) a liderar un partido con representación en la cámaras, porque a pesar de que hoy día los partidos políticos parece que no se rigen por las leyes del mérito sino por otros mecanismos menos confesables, no deja de ser difícil trepar hasta ocupar el despacho del jefe.
Estamos entonces ante un verdadero enigma: Ni me respetan, ni me temen, ni son tontos. Entonces, ¿por qué mentirme tan a lo bestia?
He imaginado distintas respuestas al acertijo. Todas ellas conducen al absurdo.
Tuve un amigo que mentía sin necesidad. Sus trolas eran tan descaradas como las de los amados líderes. Yo jamás le puse en evidencia ya que pensaba que no sería muy feliz si siempre necesitaba estar inventando historias en las que suponía erróneamente que producía envidia o admiración en su interlocutor. Ya llevaba puesta en el pecado la penitencia, por así decir.
El problema con los amados líderes es que, al contrario que este amigo embustero (luego he conocido otros con la misma manía), no se van luego a su casa y desaparece de mi vista su fantasiosa irrealidad, sino que , muy al contrario, sus acciones posteriores me causan incomodidades, problemas, ruina, desazón, rabia, impotencia, desconsuelo.
Los unos, de ganar, haciendo caso omiso de su discurso embustero de campaña, roban a espuertas, o permiten que otros lo hagan, o exacerban la desigualdad o limitan nuestras libertades.
Los otros, pasándose por el forro también su discurso previo, sí ganan, desatienden los parámetros de la economía aferrándose a la ilusa idea de que se puede soplar y sorber al mismo tiempo, con el habitual resultado de aumento del déficit, de la deuda, del desempleo...
Total, que entonces les tocará volver a mentir. Esta vez para negar o justificar una realidad poco rosa.
Llueve sobre mojado.
Que conste que yo no conozco la solución (salvo quizás fijarse en países que se lo montan mejor que el nuestro), pero quizás ayudaría abandonar la mentira compulsiva. Que ya somos creciditos.