Con frecuencia has coincidido en la calle con personas orgullosas. Las has saludado –unos inmejorables padres te educaron adecuadamente- y, en el mejor de los casos, has recibido condescendiente correspondencia por su parte. No te ha molestado, nunca, esa altivez, porque has creído que bajo esa prepotencia solo anidaba el fracaso personal... Rara vez los que se creen superiores tienen motivos objetivos para ello…
No obstante, hay circunstancias en las que el superhombre decide bajar del Olimpo y codearse con sus inferiores. Todas esas coyunturas tienen un factor en común: el interés. Desaparecido este, los susodichos regresan a su cielo particular, sin percatarse, como diría Emily Brontë, de que únicamente «han creado tristezas para ellos mismos»...
- Hablas en pasado… Y, además, ¿a cuento de qué viene toda esa perorata?
- Hablas en pasado porque, aunque sigues siendo profesor –lo das íntimamente por hecho- estás jubilado. Y lo que vas a contar alude a cuando ejercías. En cuanto a lo de la perorata, ¡deja que me explique! –te contestas-.
Sucedía a principios de curso. Ocurría, inexorablemente, cada año. El conocido X o la señora Z, esos/esas que jamás se dignaban dirigirte la palabra, de pronto, te paraban en la calle y mostraban, inusitadamente, gran interés por tu estado de salud, por tu familia, por... Lo adobaban con palabras amables, tiernas, incluso… Se te ofrecían para lo que fuera menester y lanzaban esperpénticas, por increíbles, frases como «tú que vives solo» o «ya sabes que puedes contar con nosotros» o... A ti –la verdad- se te quedaba cara de bobalicón, sin saber, a ciencia cierta, a qué obedecía ese cambio radical. Con los años lo averiguaste. Ibas a tener en clase a uno de sus hijos... Esa última información la dejaban para el final de la charla, colándola sutilmente, como si tal cosa... Pero no se preocupen ustedes. Finalizado el curso, las aguas volvían a su cauce, como en los bellísimos versos que Joan Manuel Serrat nos legó en su particular noche de «Sant Joan»... Algo parecido ocurre (en estos casos la causa es simple imbecilidad) cuando alguien, que te ignora en Menorca, te mataría a besos por el solo hecho de que te ha encontrado casualmente en las Ramblas de Barcelona... ¿?
El fenómeno también se da (¡y en qué medida!) durante las campañas electorales y, más concretamente, en la última de sus jornadas... Y pasas ahora al presente. Escribes el artículo en domingo. Antes de conocer resultado alguno. Un domingo en el que evocas lo que viviste dos días antes. Un viernes que actualizas gracias al «pasado histórico»…
Viernes 26. Recibes whatsapps de ‘amigos' entrecomillados a los que les importas un kínder y parte del otro. Whatsapps que denotan preocupación y que llegan tras varios años de significativo silencio. Sus autores son –sin excepciones- candidatos. Contestas con un escueto «gracias» que anhelas elocuente.
Sales a pasear. En un banco de la Explanada un conocido aspirante permanece sentado junto a unos ancianos, vendiéndoles la moto. Habrá, probablemente, ¿cómo no?, visitas al Geriátrico y no faltará algún angelical beso a un niño...
En tu trayecto te saludan todos. «¡Por si acaso!» –se dirán-. Bolígrafos, panfletos (hoy lo de la ecología no cuenta), sonrisas, abrazos y un largo etcétera te acompañan, supliendo el silencio habitual de tu caminata...
Huele a circo. Pero sin su gracia. Huele a hipocresía y, por tanto, a mentira. Huele a zoco. Un zoco en el que se vende humo. Huele –salvo raras excepciones- a miseria…
Pero -lo iteras- la normalidad, siempre triste en estos casos, se impondrá el 30 de junio, cuando las notas estén ya eternizadas; cuando se produzca el regreso a Menorca y las Ramblas queden ya lejanas; cuando el recuento de votos esté hecho; cuando el alba, inmisericorde, acabe con la noche de San Juan, esa que debiera ser eterna... Cuando cada uno se desprenda de su careta y vuelva a ser el que, al fin y al cabo, nunca dejó de ser...