Vivimos en una sociedad tecnocrática donde las máquinas (más eficientes) se van apoderando de viejas ocupaciones, desplazando a los humanos que están llenos de molestos defectos y sentimientos. La parte positiva es que cuando nos liberan de trabajos rutinarios o repetitivos, nuestra mente se puede dedicar a menesteres más gratificantes y creativos. Eso en teoría. La incultura no es obstáculo para ir tirando e incluso triunfar ante las masas.
Hay quien cree que solo es verdad lo que sale por la tele o que se puede comprar un sillón de la RAE en Ikea. El entretenimiento se ha convertido en una industria que pocas veces nos sale gratis. Estamos inmersos en un reality show donde todo el mundo se pelea por la audiencia. La primera impresión tiene más poder que la última reflexión. Triunfan la atención dispersa y la recompensa inmediata, por lo que acabamos mirándonos el ombligo, la jeta o la pantalla, en lugar de ver al prójimo real que tenemos al lado con sus necesidades. Estamos obnubilados por potentes atracciones adictivas que apenas permiten cultivar la vida interior. La guerra comercial yanqui-china se hace disparando aranceles. Nos acabará pasando factura.
El programa de mayor audiencia es Supervivientes, donde podrían expulsar a un concursante si lo encuentran con un libro. Todos en una isla, fomentando los malos rollos para que los telespectadores disfruten. Así no hay quien viva. No quedará ni la Pantoja.