Soñaste –lo sabes- en un extraño país. Un país que, para algunos, no era tal. Una nación (había quien hablaba de «nación de naciones») gobernada –era un decir- por una clase política mediocre. Un Estado (su nombre no solía pronunciarse) que contaba con un gobierno en funciones, a pesar de que, recientemente, se habían celebrado unas elecciones. El verbo «pactar» se conjugaba con dificultad. ¿Los ciudadanos? Eso era lo de menos. Una obviedad. La que unos negaban y otros reafirmaban…
Don P., el vencedor de la contienda electoral, tenía por costumbre mirarse el ombligo. Narcisista, apartaba a todo aquel que pudiera hacerle sombra. De ahí su negativa a contar con ese otro Don P., P II. Cuándo se le preguntaba al primero por su programa electoral, Don P. sonreía cínicamente y emulaba, a pesar de ser republicano, al rey Luis XIV de Francia. De hecho había hecho suyo el famoso aserto real de «L'État c'est moi» («El Estado soy yo»). Para obviar el tufo monárquico, don P. había mudado la mítica frase por otra: «El programa soy yo». Don P. era hombre de monosílabos. El «yo» y el «no» eran sus preferidos… ¿El pueblo? ¡Ah, sí, el pueblo!
Don P II. solía conversar, en ese impasse, frecuentemente, con el ganador. Don P II. quería ser ministro. Tal vez, incluso, vicepresidente. Preocupado por cuestiones sociales, le había solicitado a don P., antaño, las curiosas carteras de Interior y Ejército –si no recuerdas mal-. Muy solidario todo. También le había urgido a que pusiera orden en los medios de comunicación que no le fueran leales, como aquel que había osado publicar la siguiente frase: «No esperes que los populismos acaben con tus miserias, porque se nutren de ellas». Ahora insistía… Te recordaba a Concha Velasco cuando cantaba aquello de «mamá, quiero ser artista»… Las carteras solicitadas eran ahora ya otras. Más sensibles para la ciudadanía. Don P II. había aprendido la lección… Pero P. no cedía. Lo iteras: P. no toleraba que alguien pudiera hacerle la competencia… ¿El pueblo? ¡Ah, sí, el pueblo!
R. lideraba un partido constitucionalista. Al igual que C. Pero los dos, curiosamente, no entendían de razones de Estado. ¿Una abstención en la investidura? ¿Estarán locos esos romanos? R. y C., sin pretenderlo, emulaban a P. Para ellos, of course, un «no» era y seguiría siendo un «no»… Por otra parte, R. y C. sostenían una batalla interna. El ganador se trocaría en líder indiscutible de la oposición. ¿Y de la unidad, tan defendida por ambos, de esa nación o de lo que fuera ya eso, qué? Esta cuestión, probablemente, ocupaba, a pesar de manifestaciones y soflamas, un segundo o tercer lugar en sus planes… ¿Y A. ? ¡Uf! ¡Qué Dios os pille confesados!¿El pueblo? ¡Ah, sí, el pueblo!
Luego, en tu aventura onírica, aparecían otros personajes. Amantes, muy amantes de las urnas para según qué temas, se mostraban reacios a una nueva convocatoria electoral. Un P. débil sería un P. manipulable. Sus votos tenían que ser esenciales para la gobernabilidad de ese Estado al que, curiosamente, tanto odiaban. Decían representar a otro país, pero, ¿quién les había dado esa representatividad, esa patente de corso? ¿Un 47 por ciento?
Otros, con similares intenciones, aunque con mayor inteligencia, aguardaban y tomaban notas…
Probablemente, tras ochenta y dos elecciones iteradas, allá por el año 2040, los ilustres representantes de la voluntad popular aquí descritos, todavía estén pactando. Aunque sea desde las instalaciones de un geriátrico. Probablemente P. seguirá siendo leal a Luis XIV, P II. habrá perdido su hermosa cabellera, R. se mantendrá en su constitucionalismo meramente verbal y C. continuará sin emprender la urgente regeneración de su partido…
¿Y los otros?
Ondeando banderas sin entender que más que izar muros lo que conviene es derribarlos. Pero el fanatismo, sea cual sea su naturaleza, no entiende de esas cosas…
Al fin despertaste y te consolaste al pensar que lo soñado, por indecoroso, no podría jamás convertirse en realidad…