Se ha definido el negacionismo como «dar la espalda a la realidad a cambio de una mentira confortable». Cuando la realidad se presenta incómoda, amenazante o inaceptable, la mente pone en juego sus mecanismos de defensa y se resiste a creer aquello que le produce angustia o desesperación. Por eso, hay personas que niegan el cambio climático, el Holocausto, los crímenes cometidos en nombre de su ideología favorita o cualquier cosa que ponga en duda certezas y convicciones inconfesables. A veces, instintos primarios y destructivos se disfrazan de bellas palabras. Pero la realidad sigue ahí, impertérrita, inexorable, indiferente a nuestras elucubraciones o desvaríos. Le pasaba a Don Quijote y nos pasará a nosotros. Las consecuencias de nuestros actos llegarán tarde o temprano. Negar una crisis económica no hace que se disuelva. Saltarse las leyes o decir que son injustas no nos exime de las sanciones derivadas de su incumplimiento.
Los científicos han alertado sobre el calentamiento global pero no les hacemos caso. En lo económico, gastamos más de la cuenta y escondemos la cabeza debajo del ala. Podemos convencernos de que la estupidez o la maldad no existen, pero negarlas no sirve para nada. Ponemos las noticias, leemos la prensa o nos asomamos a las redes sociales, y nos damos cuenta de que el atontamiento global es tan elevado que resulta irreversible. Padeceremos sus efectos sin remedio. Subirá el nivel del malestar.