Las doce, la una, las dos de la madrugada..., las lucecitas del reloj digital iluminan, implacables, las horas de sueño perdidas. El calor es enganchoso, es imposible desprenderse de él, no corre un pelo de aire y las ventanas abiertas, en lugar de dejar entrar la brisa que adormece solo dejan paso al sonido de alguna verbena-concierto veraniego, las carcajadas de los que se retiran y caminan por la calle, chapuzones nocturnos en alguna piscina del vecindario, las voces gritonas animadas por las copas y los restos de la barbacoa de la cena al aire libre, o la comida, que hay quien pierde la noción del tiempo. Son las noches de verano, divertidas cuando uno forma parte de la fiesta, una tortura cuando el despertador está programado, un día laboral cualquiera aunque sea agosto, a las 6 o las 7 de la mañana.
Todos, y más en un lugar turístico, convivimos con el ocio de los demás e intentamos que no colme nuestra paciencia: «hoy por ti, mañana por mí», pero hay límites que no deberían traspasarse. Aunque el respeto por el descanso ajeno, y compruebo día a día que también las normas básicas de circulación, no las suelen meter en la maleta muchos veraneantes. Lo que denuncian los vecinos de Sa Muradeta en Ciutadella es un claro ejemplo. Grupos de jóvenes que montan su disco móvil y su botellón alrededor de los coches, algún vecino ha contado en ocasiones más de una docena; es fácil imaginar que las noches se tornan difíciles, insomnes, y que los nervios de los afectados están a flor de piel. Es un problema antiguo que arrecia, sobre todo en verano, y que se agudiza por la clara falta de efectivos de la Policía Local, que no puede montar guardia y tiene un municipio extenso que vigilar. Urge que el Ayuntamiento cubra las plazas y aumenten los agentes en las calles, pero eso, dado el proceso administrativo que conlleva, será ya el próximo verano. Es increíble que mientras tanto a los vecinos solo les quede la resignación y las noches en vela.