La felicidad con mayúscula no existe. Es un concepto abstracto. Lo que hay son momentos felices. Un breve lapso de tiempo donde todo confluye, nosotros y el universo, haciendo que nos sintamos tan bien que no aspiramos a nada más. Algunos de esos momentos son casuales, inesperados, sorprendentes… nos cogen desprevenidos. Otros son algo planificado, buscado, trabajado por cada uno para poder llegar al clímax de la satisfacción aunque solo sea por un instante. De todas formas, no hay garantías. Puede haber dolor en la riqueza y alegría profunda en la pobreza. Soledad entre la multitud o sentirse acompañado en el silencio. Esos momentos afortunados dependen más de la humildad, el esfuerzo, el azar, el amor… que de las posesiones o el poder o las comodidades y facilidades de la vida moderna.
Nuestros antepasados fueron felices en algunos momentos y desgraciados en otros. Los que buscaron su felicidad sin pensar en los demás no llegaron muy lejos. Estos días veraniegos pueden depararnos momentos para todos los gustos: gozosos, desagradables, angustiosos o tediosos. Aspiramos a que predominen los primeros. Aquellos en los que uno quiere estar donde está, hacer lo que hace y donde no hay discordancia ni malhumor porque reinan la paz interior y la harmonía. Lejos de agoreros, revolucionarios de pacotilla, cenizos y ambiciosos sin escrúpulos. Encontrarnos con un bello atardecer en buena compañía. Algo concreto. Fugaz. Perfecto.