Había un embrujo. Cada septiembre. En vuestra casa no ibais sobrados. De dinero. Pero ese día, mis padres, hacían un esfuerzo. Y a ti vestían con un Lacoste (que, a la postre, no te hacia feliz) y te regalaban un Tintín, que eso sí… Y la calle era ya otra… Eran las fiestas de la Mare de Dèu de Gràcia… E iteras el verbo…
Y salías con tus padres por Maó/Mahón… Y tú, con tu camiseta y tu cómic… Orgulloso. No por tu camiseta, ni por tu cómic, sino por las horas que tu padre pasó en un ático dando clases de repaso, entre cigarrillo y cigarrillo, para pagarte eso…
Salíais, sí, y había un ambiente de inaudita cordialidad. A nadie le importaba vuestra manera de pensar, tan solo vuestra forma de vivir o de sentir…
ENTRABAIS EN LA PLAZA de los mil nombres, en esa, de los mil pareceres. Y os dabais un abrazo sin importar a quiénes. Puede que el gin ayudara… Un padre llevaba sobre sus hombros a su hijo. Y allí –puede- que residiera la eternidad. Quina Gràcia!
Un caixer capellà irrumpía en esa misma plaza y ¡quina pasada! no importaba si eras ateo o no… Una pareja se abrazaba en un portal y qué más daba quién era quien… Y un alcalde y qué más da…
¡Qué hermoso era todo!
Las Festes de la Mare de Dèu hacen posible lo imposible… El que os entendáis… Que no es poco. Que es muchísimo…
En mi casa anida un cómic de Tintín… Si hubiera un incendio en ella lo salvarías… Porque agarradito a él fui a un jaleo y supe que ese día, en los abrazos vistos, en mi ciudad, había acabado la Guerra Civil. Y ese día ya no necesité a Tintín…