Cuando dentro de un tiempo veamos que son las 20 de la tarde y nadie aplaude, recordaremos que a esa hora se aplaudía por los sanitarios, que atienden a las personas con coronavirus. Un día se aplaudió a las 18 h por los niños. Otro día a las 21 h se encendían luces azules por los niños autistas. Los sábados en mi barrio Nacho, un DJ ‘molón', nos amenizaba el atardecer con su música. Empezaba a las 20 horas y acababa media hora larga después. Solía venir la policía con sus sirenas al son de la música confraternizando con la causa. Sabemos que no estamos solos. La unión hace la fuerza.
Todos sin lugar a dudas, salíamos a los balcones y terrazas, por solidaridad, y para vernos y empatizar intentando encontrarnos con la mirada en la distancia.
También era esperado el ‘aperitivo virtual' con videollamadas. A la 13 horas del mediodía, solíamos contactarnos con unos amigos para brindar, agradecidos y bienaventurados por la vida que tenemos. Brindábamos porque estábamos sanos, porque estábamos unidos, y porque en este camino necesitábamos ver a nuestros amigos y familiares para sentirnos humanos queridos. Necesitábamos saber de nuestra manada, aunque esté a 50 metros o a cientos de kilómetros.
Sobre las 17.30 - 18 horas siempre estaban los directos en Instagram los fines de semana. Entre semana también las tardes se abarrotaban de directos de yoga, de alimentación, decoración, de conversaciones transcendentales.
Los familiares se hacían imprescindibles para sobrellevar esas semanas de confinamiento, donde no te abrazabas, ni besabas. Tan solo había miradas cargadas de comprensión y amor a través de las llamadas vistas de las pantallas de los teléfonos.
Si veías, leías, o escuchabas los medios de comunicación era de escándalo lo que estaba pasando. Contagios, muertes, las incineradoras no daban abasto, en los cementerios había listas de espera. Los fallecidos no podías verlos pasados tres días en algunos casos. Y morían solos, no podías acercarte. En los entierros solo se podían ir dos o tres familiares directos. Era terrible. Y los musulmanes no podían llevarse a sus seres queridos a enterrarlos a su lugar natal. Un desastre en mayúsculas. Una pandemia mundial que dejó unas vivencias de contrastes. Los que estábamos cumpliendo el confinamiento, y con resignación y humor pasamos los días. Con rutinas los que teníamos hijos, e hijas. Los que teníamos la fortuna de tener hogares confortables. Y los que lo estaban pasando realmente mal. Y los que tenían hogares muy pequeños para tanta gente viviendo, algunos sin ventanas ni balcones.
Nunca antes deseé tanto que me diera la brisa del mar; nunca antes deseé ver verde agreste; nunca antes deseé pasear en libertad con mis hija e hijo, sin mascarillas ni guantes.