Se fue hace un año. Con diecisiete. Aunque, periódicamente, y para consuelo de sus padres, regresa a casa para que su madre le lave la ropa, en la esperanza de que ‘caiga', también, lo que él, muy ‘in', denomina lunch box… O sea: la fiambrera de toda la vida, el tupper» actual de los ‘cataplines'…
Ante su ausencia, su madre visita con frecuencia la habitación de su hijo, que parece inalterada e inalterable, preguntándose, a menudo, qué hicieron mal… Un póster del Che preside la cabecera de su cama, porque, probablemente, algún profesor sectario de Historia le vendió la milonga de un héroe, y no la de un genocida. Su padre fue víctima de idénticas manipulaciones, aunque de signo contrario. A la postre, cambian los regímenes, los gobiernos, pero permanecen las mentiras, de un color u otro… El chico, a los quince, ya destacaba como líder. Su madre –no te quedará otra que repetir el término- recuerda hoy ese día en el que el muchacho le montó un cirio porque no encontraba su camiseta desvaída y sus costosísimos pantalones rotos, metidos a sarcasmo, todavía no habían sido lavados. La hizo, incluso, llorar. Pero lo comprendió: no en vano el ‘niño' iba a asistir a una manifestación feminista… Era un chaval –se decía, se dice, se dirá- comprometido que quería/quiere/querrá cambiar el mundo, ajeno a esa frase, tan manida, según la cual para conseguir ese objetivo uno ha de empezar por ordenar primero el dormitorio propio…
- ¿Qué habremos hecho mal? –se inquiere-.
El padre calla…
En la habitación del adolescente, la mujer observa los viejos libros de texto sin apenas usar, la calculadora virgen, el móvil que un día fue de primera generación y que les exigió, a ambos (padre y madre), horas extras en el curro, el/la… Por aquel entonces, el hijo, repetidor empedernido de cursos de la ESO (¡les cogía a cada uno de ellos un amor tan desmedido!), hacía novillos y correteaba por calles y plazas reivindicando el derecho a la educación, al trabajo, y a esa tierra –jamás pisada- que debía reservarse para quienes la trabajaban…
Con frecuencia desaparecía durante unos días, días sin rastro, sin huella… Días de sobresaltos cuando al anacrónico teléfono estático le daba por trinar… «¿Le habrá pasado algo al ‘peque'? Pero las aguas volvían, tarde o temprano, a su cauce, prioritariamente cuando menguaba el cash…
El líder prematuro se debía a su causa –se consolaba ella- aunque el líder, sí, confundiera amor con sexo, ideología con odio, pensamiento con cerrazón, verdad con exclusividad, utopía con un ‘tocarse los cataplines', etc. Y sus padres disculpaban sus primeros y precoces conatos de delito con un «son cosas de la edad, ya sabe usted», cuando eran preguntados por inoportunos vecinos …
La habitación permanece intacta, sí… Incluso sigue ahí ese portátil roto que la criatura lanzó contra la pared cuando su progenitor lo amenazó con darse de baja de internet… Tras el altercado, y al cabo de horas -el hijo lo sabía perfectamente- contaría con otro, nuevo, actualizado, el summum de la divina tecnología… ¡Qué pasote!
Los días fueron transcurriendo, unos tras otros, con constantes cesiones que, al fin y al cabo, no eran sino pruebas de amor –se mentían-. Cambiaría. De seguro. La adolescencia… Aunque hubo algún intento evidentemente ‘dictatorial': el trabajo, desterrado el estudio, en el taller del tío X, ese que no cuajó. «¿Qué se cree X, ese cabrón, que voy a hacer lo que le salga de los mismísimos (él utilizó otro vocablo) por cincuenta cochinos euros diarios?». Quizás fuera entonces cuando al líder en pañales le diera por pensar que él únicamente tenía derechos (las obligaciones eran cosas de la derecha), que el esfuerzo era para los otros, tontos, y que los euros caían del cielo…
Ahora –te cuentan- va deokupa fingido y su salud ha menguado por causas que sus progenitores prefieren ignorar…
En la habitación del hijo, la madre sigue preguntándose qué hicieron mal. Sin caer en la cuenta de que tal vez hubiera bastado con vocalizar, de tarde en tarde, un simple pero enérgico «no»...