Cuesta digerir un pésame de naturaleza infame como el que ha proporcionado esta semana públicamente el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, a un senador de la formación nacionalista vasca, Bildu, por el suicidio del etarra, Igor González Sola, en la cárcel de Martutene, en Donosti. González cumplía condena de 20 años de prisión por su colaboración con el grupo terrorista que coloreó con sangre el paisaje español durante tantos años de terror y acabó con la vida de casi un millar de inocentes y sus familias.
Sánchez utilizó su intervención en la cámara alta para ofrecer esta condolencia vergonzosa, «lo lamento profundamente», dijo dirigiéndose al senador de Bildu, Gorka Elejabarrieta. El pésame ha provocado la lógica indignación entre asociaciones de víctimas del terrorismo, Policía Nacional y Guardia Civil. El presidente, además, tuvo la desfachatez de referirse al fallecido como «preso de la banda ETA», obviando su condición de banda terrorista, como si de un grupo musical se tratara para quien no haya conocido los años de pánico que desparramó esta formación en España.
Es despreciable alegrarse de cualquier mal ajeno, por supuesto, incluso si se trata del fallecimiento por autólisis de alguien vinculado a un grupo que hizo de los asesinatos inútiles su hoja de ruta. Pero lo es todavía más denigrar impunemente la memoria de las víctimas con una proclama aparentemente sentida ofreciendo las condolencias a los que son indiscutibles herederos políticos de aquella banda criminal.
Es otro ejemplo de la dudosa catadura moral del presidente de la nación, capaz de negarse a sí mismo una y otra vez para alcanzar sus intereses espurios aunque son de sobras conocidos. Se atreve con el blanqueamiento de los más criminales con total de conseguirlos aún a costa del dolor que causa a quienes tienen a sus familiares enterrados en los cementerios por los que ahora reciben un trato de distinción ciertamente inaudito.