No es tan fácil como parece eso de estar sin hacer nada. Il dolce far niente en musical italiano, el placer de dejar pasar las horas en blanco. Como buena impaciente sé de lo que hablo. Y la vida digital no ha hecho más que acentuar mi defecto, ya saben, esos segundos eternos en los que tu interlocutor en el móvil está «escribiendo» para luego lanzarte una carita, así sin más. Por eso y porque es imposible ya hoy día, no vivir, sino trabajar sin el artefacto inteligente, valoro mucho esos momentos en los que puedo dejarlo ‘olvidado', inerte, sin batería, ilocalizable, y entonces salir sin la obligación de fotografiar todo aquello que me llama la atención o a mí misma, con la esclavitud de tener que ser perfecta. Uy, qué pena, me he dejado el móvil, me digo con ironía. Soy consciente de su utilidad, de que en lugares intransitados puede ser de gran ayuda, incluso para salvar vidas, pero también hay quien se ha despeñado monte abajo por no preguntar a los lugareños y empecinarse en obedecer a su GPS, así que me decanto por no hacer nada. Por dejar los caminos como están, en paz. Nada excepto su conservación, limpieza, indicaciones básicas y ahora, los sanitarios portátiles donde aliviarse, pero sin internet ni postes de selfies ni chorradas varias que cuestan miles de euros.
No es que el Camí de Cavalls deba quedarse fuera de la estrategia turística, como plantea una alegación particular al nuevo plan territorial, porque ya es un claro elemento del turismo natural, sino que merece un trato especial, mantener su autenticidad. Como eso se convierta en una miniautovía con paneles, que en tramos concretos y momentos punta ya empieza a parecerlo, perderá ese encanto de la desconexión, y esta sí es un producto turístico de futuro. A medida que la tecnología se impone, más personas necesitan ese paréntesis de silencio, sin mensajes ni notificaciones; la pandemia nos ha hecho valorar más la naturaleza, los espacios abiertos. A veces, si hay riesgo de ir a peor, no hacer nada es toda una estrategia.