Ni la crisis sanitaria mitiga el desprecio de los dirigentes independentistas catalanes hacia cualquier institución o persona asociada al Estado. Ya no es solo defender una opción separatista, tan respetable como la contraria, se trata de dilapidar a todo lo que representa el país al que pertenecen.
La última prueba, de una enorme mezquindad, ha vuelto a darla la Generalitat en la vacunación de los guardias civiles y policías nacionales que trabajan en Catalunya. Ha tenido que ser el Tribunal Superior de Justicia el que le ordene que en el plazo máximo de 10 días disponga la inoculación de estos agentes para equipararla a la de los mossos d'esquadra, policías locales y protección civil que ya está en el 85 por ciento.
Han recurrido a excusas peregrinas, como que no disponían del censo, para justificar una exclusión del proceso que solo obedece a razones ideológicas con las que han edificado la discriminación hacia unos profesionales que ejercen en ese territorio.
No hay argumento razonable que avale las causas políticas de esta nueva omisión y mucho menos que la Generalitat diga que la orden del TSJC obligará a retrasar aún más la vacunación de los mayores de 70 años cuando Catalunya ya está en la cola en esa franja de edad. A todo ello se suma Puigdemont desde Bruselas para tuitear que los agentes «pasarán por delante de las personas a las que apalearon en 2017». Esa es la talla de los políticos independentistas, incluso los que están huidos de la Justicia y viven con comodidades extremas que no les impiden autodefinirse como exiliados, todo lo contrario que los representantes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a los que desprecian. Solo le falta al expresident desear que el virus se extienda en los cuarteles de la Benemérita y en las comisarías.