Al principio no pasaba de ser una anécdota, residentes en Llucmaçanes explicaban cómo este verano habían notado una afluencia extraña y numerosa, coches que en busca de la costa sur desde la carretera del aeropuerto se perdían por las calles del habitualmente tranquilo núcleo de Maó.
En su búsqueda de la ruta más corta hacia las urbanizaciones y la playa se metían en el laberinto que es la red de caminos de la isla, bordeados por las paredes secas, transitables sí, pero en numerosos tramos demasiado estrechos y que pueden convertirse en una ratonera para quien no los conoce. Para los vecinos, un sorprendente, molesto y peligroso tráfico.
Añadiría que además es un ejemplo claro de la tontuna en la que andamos metidos por fiarnos a ciegas de la tecnología. Qué manía con la vocecita taladrante marcando el camino y pronunciando de manera ininteligible topónimos. No es que el servidor de mapas de Google sea el problema, es obvio que es útil en numerosas ocasiones, el problema es que muchas personas piensen que es infalible, que no se equivoca nunca y que si él lo manda hay que tirarse por un barranco si es necesario. Antes el copiloto desplegaba un mapa de papel, tampoco fácil de interpretar pero que al menos no se desvanecía por falta de cobertura o de batería en el teléfono móvil; en la mayoría de las ocasiones las personas terminaban preguntando a otras personas, los lugareños.
Generalmente si estos eran hospitalarios los turistas llegaban a su destino. El caos de Llucmaçanes a Google le importa un comino, pero no debería ser así en el caso del Ayuntamiento o el Consell, no hay que esperar a que la fe ciega en el Maps cause accidentes, ya hay precedentes y en algunos casos mortales. Un pueblo con un problema similar, Baunei, en Cerdeña, harto de rescatar excursionistas en sus montañas por culpa del navegador, ha colocado carteles por todas partes recomendando a los viajeros que dejen de mirar las pantallas y recurran a los viejos métodos. Es una idea.