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Viejas costumbres de los hombres del campo

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Cuando el tiempo se harta de sus propios calores, es que está cerca la otoñada, todo y que hoy en día, con esto del tiempo no se pueden atar cabos. Antes aquí en la zona centro de la península, los hombres del campo la tenían más pillada a la ley del calendario. Recuerdo que un labrador que tenía en su casa tres yuntas de mulas, lo que suponía una heredad bastante grande y que yo me llevaba muy bien con él, tanto que me resolvió muchas de las ignorancias que yo tenía sobre labores y costumbres del agro peninsular y a pesar de mi confesada orfandad de conocimientos, acerté escribir el libro «La memoria rural», de manera que me pasé un año largo documentándome sobre tema tan complejo. Este labrador me decía: «Mire usted José María, si no fuéramos tanto de liar el ovillo, esto del tiempo sería cosa de coser y cantar porque aquí ya se sabe, hay nueve meses de invierno y tres de infierno; decir más son ganas de liar el ovillo. Baste con decir que te hielas o te asas». No andaba desasistido de conocimientos aquel buen hombre. Como cuando le pregunté liando un pito de mi petaca, «dígame señor Eloy, tengo una curiosidad, ¿sabría usted darme razón sobre cuál es la mejor zona para poner una huerta?». «¡Hombre claro! la mejor zona para poner una huerta, y usted perdone por señalar, es el culo, porque tiene el abono seguro y el agua la tiene cerca». Me quedé de pasta de boniato, como me suele decir mi hija Arantxa, ante esa filosofía agraria.

«Oiga señor Eloy, ¿cómo era la costumbre de asalariar a un trabajador?». «Bueno, eso iba como los melones, a cata y a prueba, que quiere decir que no conviene ajustar a un hombre para todo el año si no se tiene referencias de cómo las gasta el gañán. Eso quiere decir, para el caso, sin saber si tratábamos con un trabajador conocedor de las labores del campo, y además si arreaba o no arreaba. Vamos, para que usted entienda, si apañábamos la mañana cavando una viña, si íbamos los dos parejos o cuando te querías dar cuenta llevabas al gañán 20 metros detrás de ti, o si hacía demasiados viajes a visitar el botijo. Sí, porque el gañán se trae su propia ciencia aprendida cuando dice: usted me engañará en los dineros que yo me gano, pero en el trabajo no».

«Oiga… y eso de ajustar el año ¿cómo se calculaba?». «¡Quiá!, no había cálculo ninguno. Yo si tenía buenas referencias decía a tanto la semana y además un pan. Si atábamos cabos nos dábamos la mano y sobre ese asunto ya no se volvía a decir ni media palabra. Ahora que hago memorias me vienen recuerdos de un tal Elías que le decían «el negro» porque en verano con la siega y la trilla se ponía como un tizón. Era un buen trabajador. Y aparte de las siete pesetas diarias le entraba pan y cacho». «¿Cómo que pan y cacho?». «¡Papo! Pues pan y cacho, o sea un pan y un cacho, para que usted entienda». «¿Y por curiosidad… ¿Qué hacía con el cacho?». «Se lo daba a una galga que tenía que no se separaban el uno del otro ni para aliviarse. Si al atardecer le quedaba media hora de luz se iba a por la liebre que tenía controlada en un ribazo y raro era que la Pepita, que así se llamaba la galga, no tocase pelo luego la colgaba en la cuadra a la sombra y el sábado y el domingo se la llevaba a la mujer».

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