Allá por los últimos sesenta del pasado siglo y prácticamente al mismo tiempo que Martin Luther King tenía su famoso sueño del I'have a dream, también, y salvando las evidentes distancias, tuve el mío. Era un crío y acababa de leer, maravillado, un libro sobre la organización político social de los países nórdicos con sus idílicos sistemas de bienestar y su modélica educación cívica; en mi ensoñación, me encontraba, aturdido, dentro de un túnel cuyas paredes estaban festoneadas de estampitas de la Virgen, Hermanos de las Escuelas Cristianas con su inconfundible babero blanco, y militares con bigotillo de mosca y ademanes solemnes.
De pronto se encendía una luz cegadora y me veía en una nube algodonosa con mis amigos, vestidos todos con túnicas blancas y luengas barbas, haciendo planes de futuro como si fuéramos noruegos o suecos, en un Estado que trataba de equilibrar las oportunidades de sus ciudadanos, neutral en materia religiosa, permisivo en costumbres, fiscalmente progresivo, en el que los más ricos ayudaban a los desfavorecidos a través de la implementación de un Estado de Bienestar universal, eficaz en sus prestaciones y para nada despilfarrador y/o confiscatorio. Las leyes se discutían pacífica y constructivamente en un parlamento donde sus señorías competían en rigor e ingenio, sin perder nunca la cortesía y el respeto a los adversarios políticos, que no enemigos.
A medida que el sueño progresaba, llegaba a atisbar un devenir político felizmente aburrido, con una tranquila convivencia entre una socialdemocracia prudente y un liberalismo conservador razonable, a quienes poder votar alternativamente. En el sueño, Cataluña y Euskadi, eternos problemas de España, se habrían acogido a la vía canadiense (según su Tribunal Supremo, no se contempla el derecho a la autodeterminación, pero sí la búsqueda pacífica y democrática de otro estatus de relación con el Estado), y estaban ya felizmente imbricadas en un Estado respetuoso con la diversidad, en el que convivían en buena armonía los diversos idiomas españoles y sus diferentes sentimientos de identidad, sin patrioterismos de pandereta.
El duermevela se prolongaba placenteramente, ahora viendo, desde nuestra mullida atalaya, al Monarca pasear tranquilamente en bicicleta por la calle mientras saludaba a la gente como un ciudadano más y granjeándose la admiración general por su decisivo papel en el advenimiento de la democracia y el respeto, por su ejemplar vida privada, un cúmulo de sobriedad y contención tan alejada de la vida disoluta de otros borbones. Como buen racionalista, nunca podría ser monárquico, pero estaba convencido de que, en un país tan cainita como el nuestro, proveniente de una guerra civil y una larga dictadura, una monarquía parlamentaria podría ser más útil y pacificadora que una república en la que tuvieran que cohabitar, pongamos por caso, un presidente como Fraga Iribarne y un primer ministro como Carrillo.
Abrí levemente los párpados ante el primer rayo de sol. Entré en un atormentado sopor en el que todo aquel beatífico cuadro parecía haberse ido al garete: el ya veterano monarca no solo se iba de cacería a África en compañía de una avispada y bella princesa, sino que se revelaba como un genio de las finanzas offshore y cultivaba amistades manifiestamente peligrosas. En el duermevela, una caravana de coches de alta gama publicitaba estruendosamente un circo a través de potentes altavoces según los cuales España se estaba convirtiendo en un remedo de república social comunista radical felona en la que los planes quinquenales nos llevaban a la ruina, se adoctrinaba a los niños y Cataluña se largaba impunemente como república independiente…
Cuando desperté, empapado de sudor, no había ningún elefante en la habitación, pero sí algo aún más inquietante: la tele vomitaba imágenes de las señorías que nos representan en el Congreso de los Diputados, enzarzándose en un vodevil rufianesco (con varios y variados rufianes en los escaños), a propósito de la tramitación de una ley acordada por gobierno, empresarios y sindicatos, que en cualquier país con pedigrí democrático hubieran aprobado sin grandes discusiones las tres cuartas partes de la Cámara y que aquí tuvo que decidir el VAR parlamentario entre chapuzas cibernéticas y sombras de tamayazo, mientras la alegría iba por barrios y la vergüenza en casa de todos.
Tuve que darme una ducha de agua fría para volver a la cordura, pero no conseguí borrar de mi retina la vergüenza por la degradación de la vida parlamentaria y la preocupación por la animosidad creciente, cercana al odio, que se advierte en el ambiente, con las respectivas trincheras más profundas que nunca. No era eso, no era eso…