Poco antes de las 13 h de ayer una línea perpendicular en picado corta la gráfica del índice bursátil, que anda ya renqueante en las últimas semanas luchando por mantener los 8.000 puntos. A esa hora estaba en la tribuna de oradores del Congreso el presidente del Gobierno en la primera sesión del debate sobre el estado de la nación, que ciertamente todos sabemos cómo está, otra cosa es cómo interesadamente la ven sus señorías, las de uno y otro lado, compañeras y compañeros, los del centro y los de la periferia.
Algunos valores cayeron hasta el 10 por ciento tras escuchar a Pedro Sánchez. Causa el mismo rubor que cuando a uno se le rompen los tirantes y los pantalones caen a plomo hasta los tobillos, aunque tiene su punto de gracia, que aplaudieron con fervor quienes confunden progreso con subvenciones y lo oponen a la buena marcha de la empresa.
El presidente no se prodigó en políticas imaginativas ni presentó ninguna estrategia para afrontar la inflación e imparable encarecimiento de las cosas. Tiró de la receta convertida por antonomasia en el sello de la política progresista, más impuestos a las eléctricas y a los bancos y redistribución entre los desfavorecidos, impecable teoría desde la moral y la política social de hoy.
Es un discurso de manual y fácil aplauso que, sin embargo, choca después con su puesta en práctica. Uno de los últimos ejemplos es la bonificación de los 20 céntimos al litro de combustible que beneficia por igual al transportista profesional que a los propietarios de embarcaciones que estos días navegan a placer por nuestros mares, subvenciona lo mismo, utilizando su lenguaje, al rico que al pobre.
Demasiado simple. Hace tiempo que se aplica una política fiscal progresiva que no distingue entre la izquierda y la derecha. Al presidente le vi por primera vez más inseguro que de costumbre, transmitió una imagen otoñal, anticipo de un duro invierno.