Cuando uno está de vacaciones –o cuando está uno jubilado- existe un método infalible para saber si es domingo: mirar el teléfono. Los teléfonos móviles sirven hoy en día para todo, aunque de entrada no te digan si es o no fiesta de guardar. Hubo un tiempo en que existían los domingos y las fiestas de guardar. Guardar las fiestas significaba acudir a misa y cumplir con el precepto de las fiestas que la iglesia católica declara día de precepto: día en que los católicos deben oír misa. Entonces la gente también trabajaba los sábados por la mañana y por la tarde -no había semana inglesa, nadie libraba los viernes por la tarde-, y los escolares acudían a clase los sábados hasta que anochecía. El domingo era el día del Señor, y eso no lo ponía el móvil, por la sencilla razón de que no había móviles. Los teléfonos estaban colgados de la pared y se accionaban con una manivela. Al otro lado, desde una centralita, la voz de la operadora decía: «¿Número?». Y si no lo sabías bastaba decirle: «Póngame con fulano» y ella lo sabía. Si se trataba de una «conferencia» con algún punto de la península uno podía colgar el auricular y la telefonista avisaba cuando estaba lista, a veces con un buen rato de demora. Por supuesto tampoco había tele; había radio y cine.
Los sábados por la noche la gente se duchaba, si tenía ducha, o se lavaba en una tina dentro de la cocina, con agua calentada en los fogones que funcionaban con fuego de carbón. El sábado «tocaba» aseo semanal. De ahí el dicho que rezaba: «Sábado, sabadete, camisa limpia y polvete». De donde se infiere que la gente no se cambiaba la camisa hasta que llegaba el sábado, y lo mismo podría decirse de la ropa interior. El domingo, para ir a misa, la gente se ponía traje y corbata, por raído que fuera el traje y por cortos que fueran los pantalones de los chicos debajo de la chaqueta. Limpios por dentro -gracias a la confesión- y por fuera, peinados con Fijapelo, precedente de la gomina, los chicos acudían a comulgar y las chicas también, hombres y mujeres bajo la atenta mirada de los vecinos y vecinas cuyo entretenimiento era chismorrearlo todo. Durante la comida -el arroz de los domingos-, después del paseo bajo el glorioso sol mediterráneo, los mayores recordaban a los chicos que en este país había habido una guerra y que se pasó mucha hambre y que Dios estaba con nosotros, sin que hubiera que recurrir a más informaciones durante las vacaciones o la jubilación porque no había vacaciones ni jubilación.