Hay homos más sapiens que otros. Cada vez hay más que dejan de lado los avances sociales y las pruebas científicas y depositan su fe en las nuevas bolas de cristal. Todas ellas tienen en común la desconfianza absoluta con «el sistema» y sus representantes, convencidos, como Franco en su época, de que existe un contubernio. Creen que personas y organizaciones oscuras mueven los hilos para venderles una falsa verdad, incluso científica, que coharta su libertad, hasta el punto que cuando cuestionas cualquiera de esos planteamiento alternativos se sienten agredidos.
Por eso hay quien cree que Trump lucha contra una organización internacional que se enriquece con el tráfico de niños; hay quien cree en el plan Kalergi que plantea la sustitución de la raza blanca por unos mestizos fruto de la inmigración; hay quien cree que la covid no existe y que con la vacuna nos inyectan un microchip para controlarnos; hay quien cree que el cambio climático es un invento de los chiringuitos ecologistas; y no es raro que haya quienes crean que la tierra es plana.
Muchos de ellos defienden la libertad de creencia, el derecho al cristal por el que mirar al mundo, y quieren distanciarse de la masa aborregada por la información oficial. Y no se dan cuenta que en realidad, muchos de estos creyentes, contribuyen a la desmotivación y al ascenso de los radicales a las estructuras de poder. Ya no centran su potencial crítico a los intereses reales que perjudican la calidad de vida de los ciudadanos y a la reivindicación de las libertades y derechos, sino que se han convertido en adeptos de alternativas peligrosas. Ejemplos hay varios: el riesgo de la vuelta de Trump; en Suecia, la ultraderecha es la segunda fuerza política; en Italia la derecha de Meloni, Salvini y Berlusconi puede arrasar en las elecciones; las dictaduras votadas, que representa Rusia, crecen en muchos países americanos.
Creer en los ovnis no tenía consecuencias públicas. Ahora, las nuevas creencias son un síntoma de una sociedad en crisis que está virando a peor.