Lo malo de la corrupción no es el daño económico o moral que causa sino que la admitamos como componente normal en la vida de hoy. Da la impresión de que vamos en ese camino, que los comportamientos anómalos que conlleva se han hecho habituales y a veces parecen hasta necesarios.
La ministra Margarita Robles decía el otro día que no es lo mismo malversar fondos para enriquecimiento personal que distraer dinero público en menesteres cuestionables por otras razones. Sus palabras hay que entenderlas en el contexto que precisa su jefe para rebajar ese delito que va tan parejo a los liberados catalanes de sedición. Ja hi som, Margarita. No es lo mismo desde el punto de vista moral posiblemente, sí lo es desde la gestión del dinero público.
En determinados países pagar mordidas al funcionario o cargo de turno forma parte del sistema, está institucionalizado y es aceptado por los ciudadanos, aunque siempre sea negado por instituciones y autoridades. Se tolera y, por tanto, está asumido.
También está interiorizado en organismos como la FIFA, de funcionamiento cada vez próximo al mercado financiero que a la diplomacia de las relaciones internacionales. Estos días ha comenzado el Mundial de Qatar, ese torneo grande y atractivo que solo los que han sacado tajada entienden que se dispute en el desierto.
Es un país de pocos habitantes, lejano para las grandes aficiones que mueve el fútbol y que ha construido los estadios sobre cientos de cadáveres e inmigrantes explotados. Pero tiene petróleo, que es dinero, que todo lo compra y corrompe hasta -si fuese necesario, como ha sido- cambiar el calendario en todo el mundo. Y por el dinero nos olvidamos de los derechos humanos, de ver el fútbol sin cerveza, de celebrar los goles sin beso, de no ver una sola mujer entre tanto jerifalte en la inauguración. Qué goleada nos han metido por decir sí es sí.