A mis hijos y nietas.
Mientras acaricio voluptuosamente mi acrecentada panza, fruto aún de los ¿inevitables? excesos de las semanas festivas, leo en una revista diferentes formas de conseguir experiencias placenteras a través de la historia y no perecer en el intento. Por ejemplo, estaban los estoicos que colocaban la racionalidad en el centro. El objetivo era liberarnos de las pasiones que nos llevan a buscar cosas imposibles como la inmortalidad o irrelevantes como la riqueza o la fama, para poder vivir con tranquilidad y sin perturbaciones. Razonable, pero aburrido a más no poder.
Puestos a elegir, el epicureísmo parece una alternativa más divertida, sobre todo si lo asociamos a su tradicional imagen de banquetes y orgías, porque realmente Epicuro pone el placer como principio y fin de una vida dichosa pero prudente, en la que hay que evitar un placer inmediato que pueda ser causa de un dolor en el futuro. Así, un epicúreo no se entregaría a una comilona hasta reventar, coronada con tres o cuatro gin tonics, ya que tendría en cuenta la indigestión, el dolor de cabeza e incluso los remordimientos que le sobrevendrían horas más tarde…
Sin dejar de acariciarme la tripa y, aún con el recuerdo de un soberbio arròs de la terra, presunto colofón a la disbauxa navideña, pienso en mi pobre «aristotelómetro», que llega descoyuntado a estas fechas de enero, en las que, para más inri, cumplo años. Aclaremos conceptos: como es sobradamente conocido, Aristóteles era un filósofo griego al que se considera, con Platón, como padre de la filosofía occidental, y del que se me quedó una sentencia que pronto adopté como lema y norma de vida. Decía más o menos así: «Incluso las cosas buenas, tomadas con desmesura, pueden convertirse en nocivas».
Aquel concepto cuadraba perfectamente con mi timorata forma de ser, y no divaguemos más: soy lo que se dice un plasta a quien incluso de joven me ha gustado irme a la cama pronto porque las pocas veces que me he metido en faena juerguista no he podido evitar pensar en la resaca del día siguiente y en las cosas que me perdería. Por ejemplo, recuerdo un bodorrio en Vitoria en el que, con alguna excusa más o menos peregrina, me fui a dormir cuando sentí cercana la pavorosa amenaza de tener que bailar la conga, y ya tenía entre ceja y ceja para el día siguiente un paseo matutino por la hermosa ciudad de la Virgen Blanca, que sería absolutamente inolvidable. Ver y sentir el despertar dominguero de una ciudad tan preciosa no lo cambio por un par de cubatas más.
Y vayamos ya con el dichoso «aristotelómetro» que me acompaña desde que descubrí su enorme potencial estabilizador. Lo tengo incrustado en el entrecejo y me avisa implacablemente cuando estoy rozando la desmesura. Con el citado arròs de la terra y el tinto pesquera, por ejemplo, en que se puso a vibrar cuando me disponía a engullir un tercer plato y su correspondiente trago. Entonces me sugiere parar y beber solo agua, abortando así las inconveniencias que suele uno proferir cuando «va de mosques» (deliciosa expresión autóctona, de menor intensidad que «llevar un bon cerol») , adoptando un tono neutro, menos divertido, pero más acorde con la estampa de señor mayor y ateneísta de pro.
Pero el aristotelómetro no sirve solo para excesos culinario-alcohólicos, aunque tiene la batalla perdida con otro de mis vicios, los periódicos, sobre todo desde que estoy jubilado; por más que me insiste en que con dos al día hay más que suficiente, el vicio me puede y tras dar buena cuenta de «Es Diari» en el desayuno, me voy al ordenador a leer de arriba abajo los dos periódicos nacionales (los que me parecen más templados, obviamente) a los que estoy suscrito y me permiten acceder a todos sus artículos.
Total, que me planto casi al final de la mañana y me salen artículos y reportajes por las orejas. Aun así, me queda un tiempito para visitar algunas aguerridas cabeceras de periódicos digitales, para enterarme de los últimos pormenores de la incesante ruptura de España, (proceso en marcha desde que tengo uso de razón), del retorno de los nasciturus, de los equilibrismos del líder de la oposición para que no lo confundan con su ruidoso vecino de la derecha, y de lo odioso y perverso que sigue siendo el felón Pedro Sánchez…
Y es que, en asuntos políticos, el aristotelómetro también es muy útil. Ayuda a escapar de la insufrible polarización, tan nociva para la salud mental. ¡Ah!, y me tiene absolutamente prohibidas las redes sociales por narcisistas y tóxicas en general, así como polemizar con gentes de tan sólidas convicciones que, sabes de antemano, son incapaces de ceder un milímetro en sus posiciones. No vale la pena, me sugiere el artilugio, y creo que tiene razón.