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Café del mar

Virgilio en la carretera

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Lo que nos faltaba, Virgilio ha irrumpido en el debate eterno y fatigoso de la carretera general. El último recurso para tirar el puente es el «mosaico agrosilvopastoril», que se vería irreparablemente dañado por construir una alternativa más segura y de tráfico más fluido. Es un paisaje que con esa definición nos lleva a evocar los diálogos de espíritu bucólico y amor campestre entre Títiro y Melibeo. Pero la cosa no va de sentimientos.     

El argumento es tan rebuscado que recuerda a aquel que se compra un coche no por ser más fiable, moderno y capaz sino otro que aun siendo un carromato es presentado en un color más llamativo y luce mejor.   

El paisaje tiene un valor, sin duda, sobre todo si no aparece tapiado por la vegetación que crece en los márgenes de la carretera como ocurre ahora, en una transformación progresiva y cada vez más opaca de la panorámica que puede observarse en circulación.

Pero el paisaje, la última bala para llegar donde no alcanza la razón, constituye un criterio subjetivo, no es sino una «manifestación cultural de la percepción sensorial del territorio». Además de resultar temerario anteponer la seguridad del saltamontes a la de las personas, que son lo primero, según se dice al menos en campaña electoral, la administración y las empresas que se precien miden en criterios objetivamente evaluables. ¿Cómo se mide la «disrupción sensorial»?     

El estudio de impacto ambiental para justificar la glorieta adosada a la carretera dice en su primera página que el trazado discurre entre «Ladrillo y Alaior». Es fácil adivinar que el trabajo ha sido traducido en alguna web que convierte Maó en Ladrillo como convierte peix en pescado.   

También es fácil concluir que hay un punto de menosprecio en ese reiterado asunto que lleva a buscar la responsabilidad en quien vulgarizó un nombre propio, único y universal, Mahón, en un concepto común y ordinario.

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