Quién sabe, quizás estas cosas que tiene el presidente, como la repentina convocatoria electoral anunciada apenas horas después de que la realidad de los votantes golpeara sobre su pétreo rostro, sea la última faena que le hace a quienes rechazan su gestión.
Votar en plena canícula, un 23 de julio cuando se suelen rozar los 40 grados, media España está de vacaciones y la otra en fiestas patronales -Fornells, por ejemplo-, no es la mejor propuesta para interrumpir un domingo veraniego. Hay quien interpreta la decisión de Sánchez como un ejercicio de coherencia pese a que incumpla, una vez más, lo que tantas veces aseguró, que agotaría la legislatura hasta el final. Continuar hasta diciembre con gran parte del país en contra como le han demostrado las urnas municipales y autonómicas habría provocado un clima general demasiado enrarecido. De ahí que adelantar las elecciones generales tenga cierto fundamento.
Otra cosa es el propósito real de tan intempestiva fecha que pasaría por evitar que le muevan la silla los barones socialistas en un momento de evidente debilidad, sugieren muchos.
Entre su protagonismo excesivo en la pasada campaña electoral y la disconformidad con decisiones de su mandato, Pedro Sánchez ha acabado haciéndole un roto a sus compañeros de partido. Ese rechazo ha desplazado una legión de votos al Partido Popular, y no ha recogido ni los de Ciudadanos ni los de Podemos, que podían haber sido suyos en otras circunstancias.
Ahora, iniciada ya otra precampaña, el presidente y su núcleo duro han acuñado el lema de combatir a «la ola reaccionaria de la ultraderecha».
Ese es el temor que difundirá el mensaje socialista y eso nuevo que se llama Sumar, es decir, votarle a él para frenar los previsibles acuerdos entre Vox y el Partido Popular, cuando, precisamente, lo que ya han hecho los españoles ha sido poner el freno a sus pactos de dependencia con Bildu, Podemos o ERC, que han llevado a su partido al fracaso en la última cita con las urnas.