Superados los días de vino y rosas que siguieron a la jornada electoral del 28 de mayo, el Partido Popular ha ido transformando su semblante impregnado por la euforia que le dieron las mayorías, en el que le reporta la realidad más cotidiana a la hora de convertir el triunfo en gobierno. Esta realidad pasa, irremediablemente en muchos puntos de la geografía nacional, por la dependencia mayor o menor de Vox, o lo que es lo mismo, toda una patata caliente a ojos de votantes ajenos e incluso muchos de los propios. Aún hoy, nombrar al partido de Abascal parece evocar la catarsis mundial cuando se trata de una opción política a la que acaban de respaldar un millón seiscientos mil españoles, que se dice pronto.
Es ese el juego de la democracia, buscar alianzas para estabilizar o desestabilizar gobiernos y sacar adelante iniciativas. Sucede que en España no hay cultura de pactos de los considerados antinatura. De ahí, por ejemplo, la sorpresa que ha causado el de Es Mercadal entre PP y Entesa que, cuanto menos, va a ser un banco de pruebas para el futuro.
Pero si nos ceñimos a los acuerdos más naturales, el PP solo tiene a Vox a su derecha tras la lamentable autólisis de Ciudadanos, a quien la historia recordará como la clave de bóveda del sistema democrático español que pudo ser y no fue hasta venirse abajo por una sucesión de decisiones a cual más errónea.
Recurrir a los más extremistas es la opción lógica para los populares, aunque su líder, Núñez Feijóo parece empeñado en confundir peligrosamente a su parroquia. No se puede hacer presidente del Parlament balear a un político de Vox, pactar el gobierno en la Comunitat Valenciana con esta formación y, en cambio, decir en Extremadura que esta alianza va contra sus principios, como ha justificado la candidata a la junta, Maria Guardiola. ¿Tiene el PP unos principios para Balears y Valencia y otros para Extremadura? No parece muy serio porque eso suena igual que no tenerlos.