Desde que Air Berlin quebrara allá por 2017 no ha habido ocasión en la que haya tenido que volar a la Península en que no la haya echado de menos. Muchísimo. Quizá precisamente sus puntos a favor fueran los que hundieran a la postre a la compañía porque era asumible en precios, puntual, eficaz y de trato exquisito. Hoy en día, todo eso junto no se le puede pedir a casi ningún servicio. Al contrario, se va imponiendo el pésimo trato, el precio desorbitado y una descarada falta de profesionalidad. Leo con esperanza que un grupo empresarial alemán está pensando en resucitar Air Berlin. Para mí, y estoy segura que para muchísimos otros residentes en las Islas con familia o raíces fuera, sería la gloria, siempre que conservase todo aquello que la hizo grande.
Si va a renacer para convertirse en otra aerolínea low cost más, pues bueno, solo será una opción como otra cualquiera donde elegir. Porque desde que desapareció la empresa germana y otras compañías asumieron sus rutas todo ha ido a peor, en todos los sentidos. Ya no existen las frecuencias de antaño, por supuesto tampoco los precios, y el buen servicio se ha ido al carajo. Las low cost y también las otras, que cada vez más asimilan las formas de lo baratero sin ser baratas, han ido conquistando ese terreno vergonzoso en el que un viajero debe reclinar la testuz y someterse a los caprichos y chorradas más delirantes: pagar por elegir un asiento, pagar por llevar una maleta, reducir el descuento aéreo al grado de tomadura de pelo, soportar la inclasificable política del overbooking (legal) cada vez que a ellos les da la gana, perder el equipaje prácticamente siempre que hay una escala, forzosa por la falta de enlaces directos con muchas provincia... en fin. Ojalá.