Esta pasada semana se desvelaban las aterradoras conclusiones de la investigación sobre la pederastia en la Iglesia española. Si en Portugal se habla de unos cinco mil niños abusados a lo largo de setenta años -el país tiene diez millones de habitantes- y en Francia la cifra asciende a doscientos mil -para 68 millones-, aquí hablamos de casi medio millón, el uno por ciento de la población. Quizá pensemos que alguien ha exagerado, podemos quitarle hierro al asumir que se trata de muchas décadas y que en la actualidad es prácticamente un asunto zanjado, ya que apenas existen internados, la enseñanza católica está en manos de profesores laicos y los seminarios están vacíos. Pese a todo, hay que mirar de frente el problema, que refleja toda la sordidez, depravación y maldad de la que es capaz un ser humano. Mucho más si tenemos en cuenta que se trata de supuestos guardianes de la moral y la espiritualidad.
El informe ocupa casi 800 páginas con medio millar de testimonios. Todos los abusadores son hombres y más del ochenta por ciento de las víctimas también, lo que revela el grado de hipocresía de una institución que difícilmente sobrevivirá a un golpe como este. Lo chocante, tras ojear el informe -se puede consultar en la web del Defensor del Pueblo- es que proponga establecer un fondo de compensación económica para las víctimas. No es que la Iglesia católica se haya extinguido y no es una institución pobre precisamente. Al contrario, es poderosísima en todos los sentidos, por eso se ha permitido el lujo de silenciar y ningunear durante siglos a sus víctimas. Así que, al final, ¿de sus delitos y canalladas tengo que responder yo, todos nosotros? No, señor. Eso es lo fácil. Han de pagar ellos, que es lo que más les duele.