Este mes de noviembre que hemos empezado celebrando las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos es un tiempo muy adecuado para que el cristiano reflexione sobre lo que se ha venido en llamar los novísimos, es decir, lo último en el orden de las cosas, que para el cristiano son cuatro realidades ineludibles con las que se ha de enfrentar al final de su vida: muerte, juicio, infierno y gloria.
Todos sabemos que nos hemos de morir. La muerte nos llegará algún día, pero nadie sabe exactamente cuándo. Nuestra fe nos dice que enseguida después de la muerte, cada persona será objeto de un juicio particular que, examinada toda su vida pasada, acabará con una sentencia inapelable con dos únicas alternativas: el infierno o la gloria. La gloria que representa el triunfo, el haber alcanzado el fin de nuestra vida, el gozar del amor de Dios, sentirnos amados por Él y corresponderle con nuestro amor, resultando de ello nuestra felicidad perfecta y eterna. El infierno, todo lo contrario, la ausencia de Dios y del amor y la presencia continua y para siempre de la envidia y el odio.
Esta perspectiva ha de servirnos de estímulo para nuestra vida y nos ha de llenar de esperanza y alegría. Porque al haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, hemos de llevar una vida de acuerdo con esa semejanza divina. Redimidos por Cristo y hechos hijos de Dios, el mismo Cristo nos ha dado las pautas -en el sermón de la montaña y las bienaventuranzas- para vivir una vida coherente con nuestra naturaleza redimida.
Quiere que seamos austeros, desprendidos y generosos. Que no pongamos nuestra seguridad en las riquezas. Que sepamos convivir con los demás, soportando sus defectos y no escandalizarse por ellos. Amar por igual a todos, no reaccionar con ira. Tratar y corregir con mansedumbre. Saber compartir el sufrimiento ajeno, llorar con los que lloran, socorriendo al otro en su dolor. Ofrecer el dolor como prueba de amor.
Tener hambre y set de justicia para que todos puedan ver satisfechas sus necesidades primarias. Dar, ayudar y servir a los que lo necesitan, sabiendo comprender y perdonar. «Haz con los demás lo que quieres que los demás hagan contigo». «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados, dad y se os dará».
Mantener el corazón limpio de malas intenciones y de todo lo que va contra el amor. Dios ve lo que hay dentro de cada hombre. Del corazón salen las decisiones del obrar. Trabajar por la paz, en la familia, entre amigos, en la sociedad, entre las naciones. Ser sembradores de paz, buscando soluciones que unan, sabiendo transigir, con amplitud de mente y magnanimidad. No tener miedo a ser mal vistos por llevar una vida de acuerdo con todos estos principios, ni a ser discriminados, incomprendidos o perseguidos por vivirlos y defenderlos.
Vivir así es estar disponibles con la luz encendida, como las cinco vírgenes prudentes, esperando la llegada del esposo para entrar con él a la celebración de las bodas. La muerte, de este modo, no es más que la puerta que nos facilita la entrada a la gloria del cielo.