La mayoría de los vascos, cada vez que escuchamos la palabra España y más cuando se pronuncia a gritos y enarbolando la rojigualda, temblamos. No es odio, es miedo. Y ahora mismo lo que está promoviendo la derecha da miedo. Comprendo que para ellos, devotos de la sacrosanta unidad territorial, lo que provoca pavor es lo que hacen los otros. Pero creo que hay un matiz importante. El que un tipo como Carles Puigdemont decida convocar un referéndum –que no es otra cosa que hacer una pregunta a la gente– a mí no me afecta en nada. Si a través de esa pregunta, si el resultado hubiera sido favorable a sus aspiraciones soberanistas, hubiera comenzado un proceso de desconexión de su territorio del resto del país, pues yo les habría deseado buena suerte y feliz viaje. Que es lo que toca, cuando uno quiere irse.
En cambio, en el otro lado está esa barahúnda de enardecidos que no tolerarían jamás que algo así suceda –cuando ha ocurrido en otros países y no ha pasado nada grave– y con ello justifican incluso que se dé un golpe de Estado militar, algo cuyas consecuencias ya hemos visto. Sé que son posturas irreconciliables y que para un patriota –recordemos que ambos lo son– su país es sagrado. Pero no lo es. Porque no existe, no es más que una entelequia en la que un conjunto de personas ha decidido creer. Y está muy bien, es bonito y emotivo… hasta que se derrama la sangre. Entonces no vale la pena. Porque lo único sagrado es la vida. Así que ahora mismo, cuando desde algunas tribunas se llama a la rebelión, a la violencia, yo tiemblo. Ya lo hemos vivido y sufrido antes. España es cada vez más un país invivible, que no ofrece nada. Quizá, como en aquellos tiempos negros, solo nos quede emigrar.