Siempre pensé que a las ministras hoy desbancadas del Gobierno de Sánchez les fallaban las formas. Me recordaban a los lejanos días de instituto, cuando las hormonas alteradas, los deseos irrefrenables de cambiar el mundo y la visión un poco «si no estás conmigo, estás contra mí», con esa rabia e impulsividad interior que eres aún incapaz de controlar, te llevaban a luchar como una fiera por tus ideales, enfrentándote al que estaba al otro lado como un toro embravecido. Tal vez su edad tenga mucho que ver en esa forma de ver el mundo y de comportarse. Ambas son treintañeras. Y quizá por eso en esta ocasión el presidente ha diseñado un nuevo Gobierno con otra clase de mimbres: más mayores. Es posible que cualquiera de los que hoy son ministros fueran de otra manera hace veinte o treinta años, pero cuando se superan los cincuenta se tiende a la calma, a veces a la reflexión y, desde luego, al pacto, a la negociación.
Ya no está uno para algarabías, gritos y proclamas con pocos resultados. Tampoco para poner en peligro todo lo logrado por sostener una postura intransigente. Si lo que se quiere es alcanzar objetivos se siguen otros caminos mucho más sibilinos, más prácticos, menos ruidosos. Quizá, a ojos de la juventud, más traicioneros. Belarra y Montero aciertan en el fondo, pero se han equivocado en las formas. Si siguen en política, es probable que dentro de dos décadas se hayan convertido en mujeres poderosas, con mucha más experiencia y más «inteligencia política», esa que te lleva a renunciar a ciertas cosas para ganar otras de más valor. Mientras tanto, Sánchez ha conformado un cónclave en el que la treintena ha pasado al olvido, dominan los cincuentones y algunos tienen ya edad de estar jubilados.