Escuchemos el diálogo entre Dios y Moisés (Dt 18, 15-20): «Te suscitaré un profeta entre los tuyos, de entre tus hermanos, a él escuchareis». Moisés, asustado por las terribles experiencias de las apariciones divinas, contesta: «No quiero ver más ese terrible incendio, no quiero morir». Y Dios le contesta: «Tienes razón; suscitaré un profeta entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas». Es el anuncio profético, que se ha cumplido, de la venida de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, hecho hombre como cada uno de nosotros, asequible a todos como uno más, que no se impone por su magnificencia y su poder, que actúa con naturalidad, pero que al mismo tiempo es Dios. El Maestro supremo que viene a revelarnos la verdad en su plenitud. Por esto al momento de su venida se le ha reconocido como la llegada de «la plenitud de los tiempos». Nos lo ha dicho todo. Así como, en otras épocas, nos habló Dios por y a través de los profetas, hoy nos ha hablado por su Hijo. Lo dijo Dios en el Tabor: «Este es mi hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadle».
2 San Marcos nos cuenta en el evangelio de hoy (1, 21-28) que Jesús, una vez elegido a sus cuatro primeros discípulos, entró en Cafarnaún, en su sinagoga en día de sábado, y se puso a enseñar. Los asistentes se quedaron asombrados de su doctrina porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad. Aquellos habían prostituido la ley y Jesús quiso recuperarla dándole su verdadero sentido. A veces se le oye decir: «Os han dicho…, pero yo os digo». No ha venido a derogar la ley, sino a completarla. Y esto lo hace con la autoridad, con la potestad de quien es en realidad, el mismo Dios hecho hombre. Los oyentes todavía no saben que se trata del Mesías. Ven en él a un paisano que habla con acento galileo. Por esto se quedan asombrados. Y más aún cuando manda, también con autoridad, al demonio que salga de aquel hombre allí presente y que inmediatamente sale de él dando gritos. «¿Se trata de una doctrina nueva?, dicen. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen». Su fama se fue extendiendo y pasó por toda la Galilea predicando en las sinagogas, curando a muchos enfermos y expulsando a los demonios.
El salmo 94 nos amonesta proféticamente: «Ojalá escuchéis la voz del Señor: No endurezcáis vuestro corazón». Esta es la respuesta que se nos pide hoy a la predicación del Maestro: que le escuchemos y le creamos con todas sus consecuencias. Es la respuesta de la fe. Escuchar con un corazón abierto y bien dispuesto a fin de que la verdad cale profundamente en cada uno de nosotros y dé sentido a nuestra vida.
Por la fe el cristiano somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. El hombre da su asentimiento libre, con todas sus fuerzas, a la verdad que Dios ha revelado. Se trata de un don de Dios que el hombre recibe con la buena disposición de su corazón. Un don que al caer en buena tierra fructifica en buenas obras. La fe, necesaria para la salvación, debe cultivarse, para conservarla hasta el final de nuestra vida, con la lectura meditada de los evangelios y la oración, pidiendo al Señor que nos la aumente. Con la fe comienza en este mundo la vida eterna, donde un día veremos a Dios cara a cara, experimentaremos su inmenso amor por cada uno de nosotros y seremos inmensamente felices para siempre.