Desde que Pedro Sánchez hace malabarismos para mantenerse en el poder y algunos de los pesos pesados del socialismo español le dan la espalda, se está arrimando a José Luis Rodríguez Zapatero, que podría decirse que comulga con su visión del mundo y representa esa ala un poquito más progre de un partido que a veces es difícil distinguir de los de la derecha de toda la vida. El compadreo entre estos dos empieza a recordar a aquella nefasta idea de la «alianza de civilizaciones» que lideró el leonés y que parece que todavía hoy confunde a la izquierda. Ahí es donde enmarco yo el afán de Sánchez por apresurar el reconocimiento del Estado palestino. Por un lado, porque se llevaría ese «título» para la posteridad, igual que su colega luce el de «presidente que acabó con ETA». Cosas de megalómanos. Y es que hay que ser muy cuidadosos con asuntos como este, nada sencillo y con el que ningún mandatario mundial se atreve. Por algo será.
Si pudiéramos desgajar el tema de todas sus espinas, claro que sería lo más natural del mundo conceder al pueblo palestino su propia nación. Pero esa es una visión pueril, como la que tuvo Zapatero al creer que dictaduras teocráticas, fanáticas y criminales del Medio Oriente pueden ser considerados aliados. En la cuestión palestina entran en juego muchos matices y muy graves, como para ignorarlos. Porque no solo se trata de Cisjordania y Gaza. En una manda la Autoridad Palestina, con la que relativamente se puede negociar o, como mínimo, hablar. En la otra manda una organización terrorista, con la que no se debe negociar nada y yo diría que ni siquiera hablar. Porque no es un interlocutor válido. No son personas, son alimañas. Ya hemos visto sus métodos de presión.