Nuestros maestros exquisitos, en nuestra época estudiantil, fueron tres: Marx nos enseñó a sospechar que mandaban los intereses de clase; Freud, que nuestra conciencia se regía por la represión del inconsciente; Nietzsche, que el mundo rodaba sobre el resentimiento del débil. Y los maestros consiguieron el éxito total sobre sus alumnos: muy rápidamente todos aprendimos a sospechar.
Sus discípulos sospechamos ahora que el poder, más que apoyarse en los grandes anhelos del hombre, se apoya en la indiferencia apática de la muchedumbre. Sospechamos que los políticos buscan el control sobre los gobernados más que el cumplimiento de sus programas. Sospechamos que los parlamentarios disfrutan más en insultarse que en legislar. Sospechamos que los partidos políticos celebran la vigencia del pluralismo democrático, pero si un afiliado se vuelve crítico queda expulsado. Sospechamos que en los mítines electorales a cada macroafirmación del orador de turno le corresponde una nanoargumento expuesto.
Sospechamos que en la producción de armamento es tan grande el negocio como su sinsentido. Sospechamos que la realidad no queda nunca reflejada, queda agotada en una opacidad procurada. Sospechamos que quien ostenta el poder oficial sobre el mundo no coincide con quien ostenta el poder real. En algún punto, los discípulos nos hemos podido pasar de la raya: nuestros maestros empezaron por creer y terminaron sospechando; sus discípulos empezamos sospechando y ya no creemos en (casi) nada.