Los escritores, cuando se reúnen a manteles, suelen entretenerse mucho discutiendo sobre quién de ellos pasará a la posteridad y quién no; hay risas y bromas, ambiente distendido con detalles de erudición literaria, y los tragos tienen el sabor dulzón de la fama póstuma, el favorito del gremio por su parecido al de la inmortalidad. Pasar a la historia es bastante difícil, tienes que hacer cosas muy meritorias, o muy desagradables, mientras que pasar a la posteridad es más sencillo, y muchos creen que basta escribir montones de páginas, y cenar a menudo con otros escritores, para conseguirlo con un 19% de posibilidades, porcentaje que no está mal para tan quimérico empeño. De ahí que la tal posteridad sea un asunto literario, y de relaciones sociales. Además de mercantil, como casi todo. No es que otro tipo de artistas, digamos músicos, pintores y cineastas, no estén capacitados para alcanzar ese ansiado y vago estatus posterior, pero para ello tienen que lograr que muchos escriban de ellos, en vida a ser posible, por lo que la famosa posteridad sigue siendo cuestión de literatura.
De hecho, la posteridad se parece a una biblioteca de segunda mano. Antaño era un busto, o una estatua ecuestre en los casos más notables, pero ahora ya no hay reyes ni conquistadores, los que quedan están muy mal vistos, y la política no es una buena manera de pasar a la posteridad. En el mejor de los casos, los grandes líderes acceden a ella durante los veinte minutos posteriores a su funeral. Lo que no es posteridad ni es nada. Los escritores, en cambio, una vez muertos pueden durar siglos. No todos, claro está, pues antes hay que pasar por la fase de escritor consagrado (como las hostias), que es cuando salen de sus propios libros y pasan a los del prójimo (plagios, homenajes, comentarios), y de ahí a los de texto. ¡Posteridad docente! Que solo se disfruta en vida, por cierto, algo típico de cualquier posteridad. ¿Y los periodistas pueden optar a ella? Desde luego, pero solo por otras actividades, por ejemplo digitales, que es donde está ahora la eternidad, ya que si el periodismo no aguanta ni la actualidad, cómo va a aguantar la posteridad. Ni falta que nos hace, por cierto.