Como tantas otras cosas antaño importantes (la verdad y la mentira, la lluvia en los cristales, el amor, la sabiduría, etc.), el otoño ya tiene más pasado que presente, y más prestigio literario que contenido real. De manera que si no dispusiéramos de un vasto acervo cultural de imágenes y textos otoñales, muy emotivos y melancólicos, ni siquiera nos enteraríamos de que ya es otoño. Un otoño de pacotilla, muy venido a menos, un otoño ni fu ni fa. La distancia entre el paradigma poético del otoño, que impregna su nombre y evoca olores y sabores propios, y el otoño en sí que ahora marca el calendario, no deja de aumentar en los últimos años, ya no se parecen en nada, porque el cambio climático, además de cargarse el planeta (al planeta le da igual), se está cargando la literatura y los significados de las palabras, su sabor y metáforas asociadas. Es decir, la narrativa.
¡El dorado otoño! Los años que hace que no vemos nada dorado en el otoño, ni quiera hojas muertas. Me temo que de aquellos otoños realmente otoñales solo quedan algunos antiguos endecasílabos, algunas hermosas acuarelas de tonos ocres, relatos crepusculares de amores imposibles, tal vez paraguas. Ni rastro de aquellas bellezas otoñales, que incluían chaquetitas de lana, gabanes, alcachofas y setas. Y el gusto que daba fumar en otoño, por fin vestidos como Dios manda. ¡Con zapatos y calcetines! Cuando el domingo escuché en el telediario que había llegado el otoño, ni siquiera la palabra otoño me sacó de mis refunfuños. Otoño de pacotilla, de baja estofa.
Caí entonces en la cuenta de que el puto cambio climático, y el CO2 que emitimos sin tregua, además de veranos tórridos también estaba alterando la narrativa. Qué más da si es o no es oficialmente otoño. Recuerdo incontables novelas que en todo momento nos informaban del parte meteorológico, si hacía frío o calor, soplaba el viento, si nevaba. En consecuencia, cómo iban vestidos los personajes, lo que a los datos climáticos y sociales añadía los psicológicos. Cómo iba vestida Ana Karenina cuando se lanzó a las vías del tren. Y recuerden «El capote» de Gógol. Entonces había otoños. Inviernos. Ahora convertidos en fenómenos estrictamente literarios.