Todavía con las palabras de Claudia Sheinbaum frescas en la memoria exigiendo al Gobierno español que pida perdón por las atrocidades cometidas por los conquistadores de hace cinco siglos, descubro a través de la prensa un bochornoso episodio de la historia reciente de México que me deja temblando. A principios del XX el país atravesaba el furor revolucionario. En las películas y en el imaginario colectivo vemos a hombres valientes con grandes bigotes y amplios sombreros galopando en busca de la libertad. La realidad es bien distinta y habla de cosas horribles. Había en la época una dinámica emigración china -también japonesa y coreana- propiciada por la construcción del ferrocarril, pero los mexicanos de entonces despreciaban a estos trabajadores -que fueron explotados sin miramientos- por considerarlos una raza inferior. Situación muy de moda en aquel momento histórico en cualquier rincón del mundo.
Así que cuando terminaron de extenderse las vías del tren y los chinos crearon sus propios y prósperos negocios se fraguó el odio. Igual que en la Alemania de 1930 contra los judíos, veinte años antes los mexicanos que hoy se victimizan ante los españoles, masacraron a la comunidad china con el desmembramiento de hombres, mujeres y niños, decapitaciones y asesinatos a machetazos. Hubo cientos de muertos y el saqueo de sus bienes. No quedó ahí la cosa. Se construyeron campos de concentración donde encerrar a los supervivientes para condenarlos al trabajo forzoso. Miles murieron de hambre. ¿Les suena la historia? En 1923 se publicó el primer decreto racista contra chinos y orientales. Más del 90 por ciento de los chinos de México desaparecieron. Pero nos piden cuentas a nosotros.