«V ana es la palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre…». Han pasado más de dos mil años desde que Epicuro de Samos escribió esto. Y habla de hoy su razonamiento: «…porque así nos es inútil la medicina si no suprime las enfermedades del cuerpo, así la filosofía lo es si no suprime las enfermedades del alma». La pandemia del coronavirus sometió a la humanidad a una crisis de incertidumbre, a sentir en carne viva la impotencia frente a un enemigo invisible que la estaba diezmando. Algunos ante tanto dolor, tanto sufrimiento, tanta desolación, demostrarían que Dios se ha retirado del mundo alejándose de la humanidad. Los creyentes, sin embargo, dicen que Dios puede prever las catástrofes y lo mal hecho por el hombre, pero no los determina. Para evitarlos tendría que cambiar la naturaleza del mundo y privar de libertad al ser humano. Esa libertad ha llevado a los agnósticos a recordar la frase de Nietzsche: «Dios ha muerto» y han puesto su fe y su esperanza solo en lo material, en el dinero y en el progreso. Pero esto no ha funcionado y un virus ha bajado las alas a los que volaban como dioses; creyéndose los dueños del mundo, incluso queriendo quitarle la libertad a los seres humanos, que es lo más sagrado que tenemos. La actual situación mundial, sin embargo, está demostrando que Dios no ha muerto. Un día en el lago Tiberíades apareció Jesús de Nazaret en forma de mendigo y dijo: «Lo que hacéis con uno de estos conmigo lo hacéis». Hoy basta ver a hombres y mujeres, incluso a riesgo de perder su propia vida, ayudando a los mendigos de salud, de pan y de cariño que demuestran que Dios existe.
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