Acaba de ponerse en marcha el registro obligatorio de viajeros que a algunos les hace brotar un sarpullido. Está de moda eso de agitar la bandera de la libertad para protestar por cada nuevo gesto que, al parecer, restringe nuestro libre albedrío. Ignoro cuánto han viajado estos que se quejan tanto, porque a menos que vayas de excursión al pueblo de al lado, en cualquier trámite aéreo, portuario y hotelero te suelen pedir tu nombre, teléfono, DNI y mail. Que ahora tengas que añadir tu sexo, dirección postal y fecha de nacimiento (datos que ya aparecen en tu DNI) no me parece un abuso ni un ataque a tu intimidad, privacidad o seguridad. De hecho, a nada que pretendas atravesar la frontera de algunos países importantes -Estados Unidos, China…- y de otros bastante más anodinos el interrogatorio al que te someten las autoridades de inmigración es infinitamente más extenso y molesto. Esta nueva ola de ‘libertarismo’ que abanderan los Abascal, Milei, Meloni y ahora Trump tiene muy poco o nada que ver con la libertad, salta a la vista, y sí con la agitación. Entiendo que los empleados de las agencias de viaje estén moscas, porque esto les supone algo más de trabajo, pero que los turoperadores amenacen con no traer turistas lo único que me provoca es una sonora carcajada. En el siglo XXI casi casi que podrían desaparecer y el mundo no se resentiría en lo más mínimo, porque cada cual se organiza su viaje a su medida por medios digitales. A todos estos que se indignan tanto habría que preguntarles cuántos de sus datos personales tiene Amazon, Netflix, Facebook, Instagram, Tik Tok o cualquiera de los comercios online en los que compran. Si tan celosos son de su intimidad, que regresen al siglo XIX.
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