Mientras los gurús del estilo de vida predicen que los humanos alcanzaremos más pronto que tarde la frontera de los 120 años de longevidad, las estadísticas contradicen sus aspiraciones. Nuestros abuelos han vivido noventa años porque casi han pasado hambre, se han alimentado durante décadas de verduras y legumbres, algo de pescado y ocasionalmente carne y huevos. Han hecho muchísimo ejercicio físico, han trabajado duro y han superado dificultades para nosotros inimaginables: guerras, posguerras, exilios, un luto detrás de otro, falta de libertades, represión, necesidades de todo tipo. Esa resiliencia, sumada a la fuerza física y a la alimentación saludable y el aire puro conforman una fórmula mágica para la supervivencia. Hace un siglo apenas había nada de lo que hoy conocemos y cada cual se las apañaba como podía, apoyándose en la tribu, en las creencias, en la fe. Hoy los jóvenes no creen en nada, la tribu se ha extinguido y solo tienen fe en el materialismo: comprar cosas y cosas y cosas, generalmente baratas, de mala calidad y seguramente cancerígenas. Como la alimentación basura, como el aire podrido que respiramos. Y todo ello aderezado con un nivel de estrés permanente, que genera ansiedad, poca resistencia y organismos y mentes débiles. No creo que ninguno de ellos llegue a los cien años. Las cifras oficiales ya dicen que la esperanza de vida se está frenando y lo hará aún más. Los suicidios crecen, los cánceres, ictus e infartos crecen. El frenético y vacío estilo de vida actual es letal. Lo saben las grandes farmacéuticas, el fabuloso negocio médico, los que planifican el sistema de pensiones. Los gurús de los 120 años son solo cuatro millonarios con ansias de eternidad.
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