Aprincipios de año, las grandes empresas publican sus balances y cuando ganan una barbaridad suelen subir en Bolsa y recibir la palmadita en la espalda de sus accionistas y de los expertos en economía y negocios. A mí me suele dar la sensación contraria. No es que desee que a las empresas les vaya mal, todo lo contrario, sin ellas no subsistiríamos, pero cuando las cifras se disparan hacia arriba, muchas veces no es una buena noticia. El año pasado la mayoría de nosotros lo estaba pasando mal porque la inflación se comía una parte del sueldo nada desdeñable. Todavía nos pasa. En esas circunstancias, nos vemos obligados a apretar el cinturón y renunciar a cosas que nos gusta hacer, pero son innecesarias. Lujos, o caprichos, si quieres. A menudo ese dejar de hacer cosas repercute en que a alguien más le irá mal, porque tendrá dificultades para mantener su negocio, o su trabajo, en marcha. Es en general malo para todos. Y sin embargo, algunas macroempresas, energéticas, de telefonía móvil o bancos, anuncian beneficios extraordinarios. Sobre nuestras espaldas. De rebote, propician que otros, más pequeños, se hundan. Suena a muerte por aplastamiento. Pero hay algo más inquietante. Que los grandes supermercados ganen como nunca. Porque solo tienen dos formas de ganar más y las dos son malas: apretar a sus proveedores o subir precios a lo loco. O vender más, improbable en estas circunstancias. La inflación descansa sobre sus conciencias. Se excusan para subir precios en que todo sube: combustible, transporte, energía, salarios… y es cierto. Pero si elevan sus precios solo para cubrir ese sobrecoste no se produce un beneficios extraordinario, ganan lo mismo. Si se forran es a costa de otros.
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