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La emoción que nos une

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Hay noches en que la ciudad recuerda lo que fue. Calles de piedra que recogen pasos antiguos, luces tenues    como estrellas bajas, y un silencio espeso que no duele, pero pesa. En Palma, cuando llega la Semana Santa, el tiempo se suspende. Cada año, la ciudad revive uno de sus ritos más hondos: la procesión del Cristo de la Sangre. Y no importa si uno cree o no. Hay cosas que nos tocan más allá de las certezas.

El Cristo de la Sangre no es solo una imagen tallada en madera. Es memoria. Es herida. Es promesa. Desde el siglo XV, esta figura ha recorrido las calles acompañada por miles de miradas que no siempre rezan, pero sí sienten. En su rostro hay algo de todos: del dolor que conocemos, del consuelo que buscamos, del misterio que no se puede explicar con palabras.

Cada Jueves Santo, cuando cae la noche, la ciudad se transforma. Las cofradías desfilan con sus túnicas y capirotes, los tambores laten como un corazón colectivo, y el Cristo avanza, imponente y sereno. La gente guarda silencio, como si la procesión fuera un relato sagrado contado sin voz. Es entonces cuando Palma recuerda que hay rituales que son también raíces. La fuerza de los rituales nos mantiene vivos. Siempre he admirado la capacidad que tienen los rituales de dar sentido a lo que vivimos, de hacernos formar parte de una colectividad, de recordarnos que el tiempo es una rueda cargada de símbolos.

Más allá de la devoción religiosa, esta procesión es cultura viva. Es teatro del alma, arte en movimiento, historia compartida. Es una forma de pertenencia. Porque incluso quienes no creen, sienten. Y cuando el Cristo de la Sangre atraviesa la ciudad, no camina solo: lo acompaña todo aquello que no se ve, pero nos une.

Conocer esta tradición no es solo entender el pasado. Es escuchar el pulso secreto de una ciudad que, a veces, solo se muestra del todo cuando vuelve a lo esencial. La fe, sí. Pero también la emoción, la belleza, el respeto por aquello que forma parte de lo que somos.

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