A veces no hace falta gritar, ni destruir, ni agredir para formar parte de una injusticia. Basta con callar cuando habría que hablar, mirar hacia otro lado, convencernos de que no es asunto nuestro. Somos, como dice mi apreciado Antonio Casero, una sociedad «tuerta».
Hace unos días escuché una reflexión potente de Pilar Almagro, una empresaria con sólida formación humanista y un profundo conocimiento de la historia contemporánea. En sus reflexiones, Almagro combina con naturalidad la actualidad política con referencias históricas de calado, y eso es precisamente lo que hace en esa reflexión que me removió por dentro: traza un paralelismo entre los juicios de Núremberg y la realidad política y social de la España actual.
No es una comparación gratuita. Lo que plantea es que, igual que entonces muchos ciudadanos alemanes se dejaron arrastrar por la obediencia ciega o por el silencio cómplice, hoy también corremos el riesgo de convertirnos en espectadores pasivos de lo que ocurre a nuestro alrededor.
Hannah Arendt lo explicó con precisión: el mal no siempre se muestra con rostro monstruoso, sino que muchas veces aparece disfrazado de rutina, de burocracia, de obediencia. De «yo no me meto». Y eso es lo que resulta inquietante: cómo lo inaceptable se va volviendo costumbre, cómo se recorta la crítica, se infantiliza al ciudadano, se promueve la polarización, y mientras tanto… callamos.
Almagro también cita a Hayek, quien advirtió que los pueblos no caen en el totalitarismo de forma repentina, sino poco a poco, paso a paso, mediante argumentos que parecen razonables: por la paz social, por el bien común, por la igualdad… En ese proceso, según Joseph Overton, la ventana de lo aceptable se desplaza, y lo que antes era impensable, de pronto se normaliza.
2 Desde mi mirada personal, me preocupa la misma deriva: una ciudadanía anestesiada, más pendiente del espectáculo que de la sustancia, más cómoda con el eslogan que con la pregunta incómoda. Me inquieta ver a personas buenas justificar lo injustificable, o simplemente optar por no mirar.
Y me preocupan los jóvenes, mucho, porque están atrapados en sus propias redes, esas que les captan y les enredan, les anestesian, pero que, además, no parece que quieran salir de ellas pues la alternativa es un circo que les es ajeno, sin darse cuenta que lo que hay que hacer es desmontar el circo y defender los valores democráticos. En ello les va su vida.
Este artículo no pretende ser un juicio, sino un espejo. Una invitación a que cada uno se pregunte: ¿Cuántas veces he callado por miedo, por comodidad o por interés? ¿Cuántas veces he preferido adaptarme en lugar de pensar?
Porque, como recordaba Arendt, el mayor mal muchas veces no lo hacen los monstruos, sino quienes renuncian a pensar por sí mismos.
Y pensar, hoy, es un acto de resistencia y responsabilidad. No pensar no es neutralidad. Es complicidad.