Salir a defender públicamente a Rodrigo de los Santos se me antoja una auténtica bofetada a la dignidad. Porque no se trata de los 53.000 euros de la tarjeta black, si se han devuelto o no se han devuelto, que si patatín patatán, la vida no se reduce únicamente a términos económicos. Eso sería casi una travesura si no estuviéramos hablando también de un agresor sexual de menores. Y esa figura no se blanquea ni con palabras amables ni con discursos viscerales que retratan a quien los formula. Es sencillamente obsceno y denigrante posicionarse al lado de un delincuente sexual condenado y también insultante para las víctimas porque se convierte, en definitiva, quizás sin pretenderlo, en una forma de complicidad. No basta con devolver el dinero malversado.
Tampoco cerrar los ojos y fingir que aquí no ha pasado nada de nada. Las palabras tienen su peso específico y cuando alguien que ha tenido un relevante cargo público utiliza su voz para suavizarlo, de algún modo contribuye a perpetuar el silencio que ampara a los poderosos, siempre al más fuerte, y revictimiza a los débiles. Lo verdaderamente preocupante no es que Rodrigo de los Santos tenga defensores sino que esos ocupen titulares convirtiendo su defensa en una cuestión de interpretación y de: todos tenemos derecho a rehacer nuestras vidas.
Pues claro que sí, eso es bonito, ejemplar y revitalizante. Pero, fuera máscaras, no todos han agredido sexualmente a un menor y el susodicho ex edil arrastra condenas posteriores. No todos han utilizado una tarjeta para irse de comidas y farras y otras licencias, mientras la mayoría de los ciudadanos cuentan lo que les queda en el banco para alimentar a sus hijos. Amparar a agresores sexuales y tratar con deferencia a quienes vacían las arcas públicas no convierten a Palma en una ciudad únicamente enferma, sino en una ciudad en coma a la que sólo le falta que a base de insistir se desconecte el respirador.