Sostengo que la filosofía ha entrado en horas bajas, y que la psicología podría quedar pronto también fuera de juego. Estoy convencido de que está a punto de nacer la ciencia que le falta a la humanidad para caminar con mayor certeza en sus disquisiciones fundamentales.
Si la psicología clásica fue un intento de ordenar la mente, la psicología positiva quiso estimular su bienestar, y la transpersonal se atrevió a mirar más allá, lo que ahora se propone es distinto: no es escudriñar la mente, ni siquiera elevarla, sino descender al centro mismo del sentimiento, para reconocerlo como la raíz de todo lo humano.
La psicología clásica partió de la enfermedad: estudió traumas, complejos, mecanismos de defensa, patologías. Nos ayudó a comprender los callejones oscuros de nuestra mente, pero quedó anclada en la reparación de lo roto. No contempló la posibilidad de que el alma no estuviera enferma, sino desatendida.
La psicología positiva corrigió ese enfoque, y propuso en cambio buscar la plenitud, el bienestar emocional, las fortalezas personales. Introdujo el optimismo, el propósito, la gratitud. Pero también quedó corta. Nos animó a florecer, sí, pero como se florece en un invernadero: con herramientas de evaluación, objetivos y métricas.
La psicología transpersonal fue la más audaz. Se atrevió a incluir el alma, la mística, lo espiritual. Planteó que hay experiencias que desbordan a la mente ordinaria. Pero fue vista como un anexo o una rareza, no como una integración real.
Ninguna de estas psicologías —a pesar de sus aportes— reconoció con claridad lo esencial: que el sentimiento no es un efecto de la mente ni una patología a corregir, sino la base desde la que toda experiencia humana cobra sentido.
Por eso la Sentimentología no nace como una evolución, sino como una necesidad. Una nueva disciplina que no se centra solo en la conducta ni en el pensamiento, sino en la vibración íntima de sentir, que antecede a ambos y los transforma. Una ciencia, pero también un arte. Un modo de comprender que no pretende curar únicamente, sino revelar.
Y aquí radica su potencia: no busca al ser humano solo como enfermo, ni siquiera solo como feliz, sino como vibrante unidad de cuerpo, mente, espíritu y emoción. La Sentimentología será ese nuevo idioma que permita nombrar lo que hasta ahora se intuía pero no se decía: que el sentimiento no es un síntoma, sino un origen.
Ya no basta con pensar ni con entender. Ya no basta con sanar ni con funcionar. El ser humano no es un sistema, es una llama. Una llama que siente antes que razona, que vibra antes que habla, que se conmueve antes que comprende.