La prensa del corazón vive uno de sus peores momentos. Lo ha demostrado el intento fallido de detener su imparable declive televisivo con cargo al erario público; como tantas otras pequeñeces inconfesables. La voluntad de añadir algo más de ruido a nuestras sobremesas ha chocado frontalmente con el efecto de su innecesaridad: tenemos más que suficiente con las peleas en el fango, las broncas en la cámara, los escándalos en la cosa pública, el martilleo de las obras fraudulentas, los rumores en los tribunales, el bullicio en los foros internacionales y, finalmente, los estampidos en los distintos campos de batalla.
¿Quién necesita distraerse con las pequeñas ordinarieces derivadas de asuntos familiares triviales, separaciones, herencias o líos, teniendo a su disposición el vastísimo horizonte de la gobernanza actual en todas sus variantes? ¿Para qué escuchar y seguir la deriva de pequeñas trolas privadas cuando un universo de engaños, medias verdades, asaltos y saqueos en el seno de nuestros gobiernos promete mostrarnos la infinitud de la iniquidad del alma humana? ¿Qué morbo de faranduleros y coristas, por escabroso que sea, puede resistir la comparación con el que produce el seguimiento de la adquisición por catálogo de compañía sexual para nada menos que ministros?
El problema, en todo caso, ya estaba previsto con aquello de Nietzsche de que «si se mira fijamente al abismo, el abismo te devuelve la mirada». La nueva programación divulgativa de embrollos políticos ha conservado, eso sí, los formatos, modos y maneras de los carroñeros del corazón: interrupciones impertinentes entre opinadores demasiado vehementes; suspense forzoso para reporteros acalorados a las puertas de «Cantoras» o donde sea que alguno cante; presentadores tratando de abrirse hueco entre recortes con mensajes apremiantes; soplos de informadores en los teléfonos de los contertulios y una infinita sensación de desasosiego, una angustia generalizada, entre los sufridos espectadores.
Nuestros gobernantes actuales o inmediatos, convertidos en los nuevos y extravagantes protagonistas del espectáculo y el escándalo público, han dado con una de las claves mejor guardadas de las otrora celebres coristas y sus fámulos: ante un follón monumental siempre elevar la apuesta y sumergirse en uno mayor; actuando como un croupier que, frente a una evidente derrota de la casa, diese por terminada la partida sin pagarla ni resolverla y comenzase la siguiente en espera de mejor suerte.
Ahora, además de con nuevas apuestas, contamos con la promesa del capitán de nuestro buque gubernamental a la deriva de que su proyecto se mantendrá «porque mucha gente depende de ello». Estábamos avisados. Albert Rivera nos alertó desde el Parlamento en 2019 de que existía una banda con un plan para una década y la finalidad de perpetuarse en el poder. Los ciudadanos perdimos la moderación, el centro político, el partido y los papeles… pero, desde luego, en esto, no nos equivocamos.