En España, la política ha dejado de ser el arte noble de la gestión pública para convertirse en una sucesión de gestos simbólicos al servicio de la supervivencia partidista. El uso de pinganillos en el Congreso de los Diputados no es una anécdota ni una excentricidad folclórica. Es la manifestación más visible —y más grotesca— de una estrategia de claudicación política que comenzó con la elección de Francina Armengol como presidenta del Congreso y que continúa con cada cesión simbólica al independentismo catalán y vasco.
La implantación de la traducción simultánea en el Congreso, impuesta por decisión unilateral de Armengol, fue la primera factura que pagó el Partido Socialista por mantenerse en el poder. No se hizo por consenso ni con criterios de necesidad o de utilidad. Se hizo por interés. Se hizo para satisfacer las exigencias de Junts per Catalunya y de Esquerra Republicana, que encontraron en el simbolismo lingüístico una vía eficaz para visibilizar su pulso al Estado. Se hizo como parte de un pacto tácito con Carles Puigdemont, prófugo de la justicia española, y bajo la dirección de Pedro Sánchez, quien no dudó en sacrificar la coherencia institucional y la unidad simbólica del Congreso para asegurar su investidura.
Este debate, por tanto, no va sobre la protección de las lenguas cooficiales. Va de sumisión. Va de si estamos dispuestos a renunciar a lo común, a lo que nos une, para satisfacer las demandas de quienes ni siquiera se reconocen dentro del proyecto nacional. Porque seamos sinceros: cuando los líderes nacionalistas se reúnen entre ellos, no necesitan pinganillos. Hablan en castellano sin problema alguno. ¿O acaso cuando Puigdemont se encuentra con emisarios del Gobierno en Bruselas exige un intérprete? No. Solo necesitan la traducción cuando hay cámaras delante. El pinganillo no es una herramienta de comunicación, es un símbolo político. Es la escenografía de un conflicto ficticio.
Y como balear, como ciudadano profundamente ligado a una tierra rica en cultura e identidad propia, quiero dejar algo claro: siempre he sido —y seguiré siendo— un defensor firme de nuestra lengua propia, el catalán de Balears en todas sus variedades: mallorquín, menorquín, ibicenco y formenterense. Esa lengua, que hemos recibido de nuestros padres y abuelos y que forma parte de nuestra alma colectiva, no es una amenaza, sino una riqueza que debemos proteger, conservar y potenciar con orgullo. Pero precisamente porque la valoro como parte de nuestro patrimonio común, me rebelo contra su uso como arma política. La lengua debe ser un puente, no una trinchera. Una herramienta de convivencia, no un instrumento de división.
El peor enemigo de nuestra lengua no es quien defiende el castellano, ni quien reclama una educación bilingüe o trilingüe. El verdadero enemigo de nuestra lengua es quien la convierte en un símbolo de exclusión, quien la utiliza para señalar al que no la habla, para discriminar, para construir una identidad cerrada y hostil. Los radicales del catalanismo, con su apropiación ideológica de nuestra lengua, han hecho un daño inmenso. Han pervertido su valor cultural para convertirla en un emblema político. Y eso, lejos de fortalecerla, la debilita. Porque ninguna lengua crece cuando se impone. Ninguna lengua se dignifica cuando se instrumentaliza.
Mientras tanto, la política nacional sigue atrapada en esta espiral de cesiones. Tras el esperpento del Congreso, el Gobierno se apresuró a trasladar la cumbre de presidentes autonómicos a Barcelona, en un nuevo gesto de sumisión simbólica. No para reforzar la unidad territorial, sino para escenificar que el Estado debe moverse al ritmo que marca el separatismo catalán. Todo esto forma parte de una estrategia de rendición paulatina, donde cada gesto —por insignificante que parezca— forma parte de una narrativa: la de que España debe pedir perdón por existir.
La pregunta que debemos hacernos como sociedad es sencilla pero profunda: ¿hasta cuándo vamos a permitir este teatro? ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que se nos trate como si no compartiéramos una lengua común que hablan más de 600 millones de personas en todo el mundo? ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que se privilegie el capricho de unos pocos sobre el sentido común de la mayoría?
Defender el castellano no es atacar ninguna otra lengua. Es simplemente reconocer que, en una sociedad diversa, necesitamos herramientas comunes. Y el español lo es. Es el idioma que nos permite entendernos entre todos los españoles, el que nos conecta con América Latina, con millones de personas en los cinco continentes. Preservar nuestra lengua común no es uniformidad: es unión. Y solo una nación unida puede garantizar el respeto real a todas sus culturas, a todas sus lenguas, a todas sus identidades.
Defiendo el catalán de Balears como defiendo el español: con orgullo, con respeto, con pasión. Pero me rebelo contra los que las convierten en trincheras. Porque no hay mayor traición a una lengua que convertirla en un arma. Y no hay mayor acto de justicia que defenderlas a ambas como lo que deben ser: herramientas para la concordia, la hermandad y la libertad.