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De formas varias

Para volar no hace falta caminar

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No hay nada en la naturaleza que sea en vano. Aquello vivo y aquello medio vivo forman redes de co-creación inesperadas, gráciles y graciosas. Lo residual es parentesco: el residuo familiar, redes de implicaciones monstruosamente valiosas. Esto puede leerse de varias maneras. Telares que niegan clausurar sentidos; hilos tejidos y enredados que apuestan por «seguir con el problema»; resonancias, ambigüedades, oscuridades, incertidumbres. Por una parte, podemos concebir que todo está perfectamente formado, que todo responde a perfectas estructuras formales: ordenamientos hegemónicos, lineales; autogeneración, autocreación. ¡Como si la vida se creara sola y no siempre con lo otro! Ordenamientos coherentes, armónicos, simétricos. ¡Como si la naturaleza tuviese el deber de comportarse! Tal es el sueño violento de la modernidad: aquello que no encaja con el cálculo, se condena, se olvida, se clausura, se silencia, se paraliza o se mutila. Clausura y mutila la alteridad que no se ciñe a la explotación; siega la vida cuando no puede producir o no puede someterse. Lo monstruoso resiste en las grietas de los cálculos, resiste ante las estéticas purificadoras, resiste ante las sepultureras de la incomodidad. Y lo repelente, lo tóxico y lo roto, resiste.

Recuerdo una tarde de invierno en mi Menorca natal, y a mi lado posarse una gaviota coja. Le faltaba una pata, y en ese vacío —donde tendría que estar esa pata, pero donde no estaba— se confirmó en mí la cursilería de que, para volar, no hace falta caminar. Y lo condenado, lo olvidado, lo clausurado, lo paralizado y lo mutilado de la naturaleza no es en vano. Lo mutilado nos acompaña: es humus, es compost. En ello renace lo vivido. Es en el parentesco con la rareza donde retorna lo vivo. Lo deforme brilla como signo de lo verdadero, pues no oculta su incomodidad. Es en su oscuridad donde nos interpela lo real. La naturaleza es asombrosamente deforme. No hay una dicotomía entre forma y deformidad: la deformidad es el límite fértil de lo real, la posibilidad de rebasar la imposición de armonías. Lo deforme es real, lo deforme es generativo. Hay indómitas bellezas en los enredos. Abundan los jorobados de Notre-Dame, los paralíticos en camillas a los pies de Cristo. Toxicidades, venenos, garras, mandíbulas mordientes y batientes. Brutalidad, hermosas y feas expresiones plurales, tan formadas como informes, tan formales como deformes. No elegimos a nuestros parientes. Nos hacemos en común, en los entrelazamientos de nuestros cuerpos. Vivimos, morimos y nos descomponemos juntos. La belleza de lo grotesco: el jardín ilustrado se quita la máscara y, bajo ella, se muestra lo monstruoso compartido.

Cuando Gregor Samsa se despierta y su depresión ha tomado la forma de un escarabajo, su cuerpo lleno de fluidos, patas, viscosidades, pliegues —su cuerpo deforme y asquerosamente real— es nuestro cuerpo, nuestra naturaleza. Insoportablemente conscientes de nuestra interdependencia viscosa, materialmente espíritu. La metamorfosis no nos aleja de lo humano: nos acerca a ello, revelando que somos criaturas transitorias, incompletas, espantosas y reales. Imposibles de reducir, de drenar, suturar o clausurar a una formalidad —ni a una formalidad abierta, ni a una formalidad cerrada. La vida no se cierra sobre sí misma; la vida no es autopoética. La vida se entreteje, se transmuta. Si se clausura, se destruye. Si se cierra, no se pudre y no se descompone. Se le niega ser compost para nueva vida. El cierre y la clausura reconfortan, pero mienten sobre la informidad, sobre la fluidez, sobre la potencia vital de la deformidad. Somos deformes, peludos, jorobados, babeantes, y solo con enormes dosis de violencia, la deformidad puede caer en el silencio, caer en el olvido, caer en el espanto del ingenuo realismo de las formas.

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